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La vuelta del viajero

Antonio Muñoz Molina

El aventurero desterrado vuelve a su país y descubre que éste ya no existe, o que ya no es como se lo contaban sus recuerdos. No viene de la guerra de Troya, ni de uno cualquiera de esos exilios que son tan frecuentes en la literatura y en la cronología de la historia española: podría decirse que vuelve de más lejos que todos los aventureros y todos los desterrados, porque no se marchó a un confín de la Tierra, sino fuera de ella, más lejos que los exploradores submarinos de los batiscafos y que los aeronautas que ascendían en globos de hidrógeno a la estratosfera, exactamente a una distancia vertical de 350 kilómetros, en una estación orbital que tenía algo de cenobio y galáctico y en la que los días y las noches duraban vertiginosamente media hora. Durante más de 10 meses cuentan que ha vivido en la ingravidez, en el retiro absoluto, rodeado por la oscuridad y el vacío, flotando en un silencio de paredes blancas tapizadas de materiales sintéticos, mirando siempre hacia un punto preciso de su lejanía, una esfera azulada y lentamente giratoria que tal vez se parece desde allí al Aleph que, según Jorge Luis Borges, existió en el sótano de una casa ya derribada de Buenos Aires, una esfera de luz en cuyo tamaño diminuto se contenían sin superposición ni desorden todas las imágenes, todos los paisajes y los rostros de¡ mundo, entre ellos, el de una fría mujer que le enviaba en secreto cartas desvergonzadas a otro hombre.Este aventurero, el astronauta que al volver se ha quedado sin país, dice que veía en la cara oscura de la Tierra los resplandores rojos de los pozos de petróleo incendiados en Kuwait, las constelaciones de luces nocturnas de las ciudades, el azul de los océanos y el ocre de los desiertos, y que algunas veces, desvelado, sumido en una sensación de aislamiento y exilio que antes que él sólo conoció aquel otro astronauta que se quedó solo y dando vueltas alrededor de la Luna mientras sus compañeros descendían a ella, conectaba la radio para buscar voces de solitarios que hablaran con él, hombres también aislados no en el espacio exterior ni en el hermetismo de una cápsula, sino en el insomnio de las ciudades que él veía parpadear a lo lejos. No pesaba, recuerda ahora, cuando intenta acostumbrarse otra vez a la tiranía de la gravedad y le parece hallarse apresado en el bronce de una estatua, dormía muy poco, no se cansaba nunca de mirar la esfera iluminada que resplandecía en la sombra, como quien mira siempre las variaciones del mar tras el cristal de una ventana: mientras él flotaba fuera del mundo y del tiempo de los otros hombres, mientras miraba esa isla de tonalidades azules y reconocía en ella los perfiles quebrados de los continentes como si examinara un planisferio, miles de millones de hombres que sus ojos no podían distinguir, criaturas tan infinitesimales e invisibles como las que se agitan en una gota de agua, vivían y morían, eran abatidas por el horror o se entregaban a la ternura, pilotaban aviones o rebuscaban comida en cubos de basura, y nada de eso parecía tener ninguna importancia, no se escuchaba ningún grito, tan lejos, sólo las voces metálicas y distorsionadas de los emisores de radio. Él miraba siempre, dice, como un centinela cuya existencia es ignorada por todos, él añoraba no sólo una casa, una ciudad y un país, sino también un planeta entero, un paraíso esférico y azul que al cabo de los meses se volvió más enigmático e inaccesible que la Luna. Le prometieron que una nave ascendería para recogerlo en octubre, pero pasaron días y meses y no llegaba nadie; miraría la Tierra como miraban los náufragos en las islas desiertas las velas blancas o las columnas de vapor de los buques que desaparecían en el horizonte sin advertir señales de humo. Debió de sentirse tan perdido como Robinson, tan maltratado y postergado por la adversidad como Ulises. Ahora, al final de una espera en la que habrá agotado los suplicios lentos de la claustrofobia y la desesperación, ha vuelto para descubrir, como todos los desterrados y casi todos los viajeros, que el país del que se fue ya no existe y que la realidad le ha sido mucho más desleal que la memoria. A Ulises, cuando acababa de volver a Ítaca, lo reconoció el perro ciego de su casa; el astronauta dice que lo, que más intensamente ha reconocido y agradecido es el olor de aire de la Tierra, porque el que respiraba en la estación espacial era un aire falso y aséptico, un aire tan demasiado puro que no estaba manchado por las respiraciones de los hombres. Es posible que después de volver, incómodo todavía, insomne, dando pesadamente vueltas en una cama a la que lo mantiene atado la gravedad de la Tierra, el inflexible imán del que se desprendió durante 10 meses, se acuerde con una nostalgia inesperada de la soledad de su cápsula y de los colores de la esfera del mundo que veía desde el otro lado del cristal; ahora descubre que de esa nostalgia ya no podrá curarse, y procurará mantenerla en secreto, como Ulises, para que nadie lo acuse de deslealtad.

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