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'Casa blanca', un mito inagotable

De Casablanca todo está dicho. Sólo cabe repetirse una vez más. Se conocen paso a paso los azares de su elaboración; se cuentan una y otra vez las anécdotas que provocó su caótico rodaje, en el que nadie -salvo los guionistas, que improvisaban cada noche las escenas que habían de filmarse a la mañana siguiente- sabía con precisión qué ocurriría en la pantalla; ni tenían idea exacta de quién era quién en ella; qué motivaba sus conductas; ni por tanto qué consecuencias se derivarían de ellas. Hay muchos libros y tesis doctorales, infinidad de artículos, entrevistas, recuerdos, ensayos, evocaciones y todo un arsenal mitológico que hablan de ello. Se podría hacer -alguien tuvo no hace mucho la idea, pero no prosperó- una divertida película sobre la creación de esta película: la intrincada, confusa, desordenada y casi inconsciente para sus autores, elaboración de un mito.Casablanca es más -o al menos tanto- la realización de un mito que la realización de una película. Un mito, por su puesto, en sentido noble: la historia de cómo, cuándo y dónde, una docena de eminentes gentes del cine se amaron y se pelearon durante mes y medio en un decorado de cartón piedra, sin saber qué demonios estaban haciendo allí, salvo deshacer un guión que no les convencía a ninguno e improvisar sobre la marcha otro que no se sabía a dónde conducía. Es célebre el cuento según el cual Ingrid Bergman, actriz meticulosa y que necesitaba motivarse concienzudamente para fijar sus gestos, acudió al director, un exiliado húngaro llamado Mihali Kerthes que hablaba inglés peor que Tarzán, para decirle que necesitaba saber con cuál de sus dos enamorados se quedaba al final, y que éste, al no tener ni remota idea de cuál había de ser el desenlace, le respondió, curándose en salud, que actuara como si se quedara con los dos. Fue aquélla una puerta abierta a la mayor colección de ambigüedades que nunca se ha visto en una pantalla. Y quizá de ahí, de esa ambivalencia e indefinición de los personajes, procede su misterioso encanto y su capacidad para hacer identificarse con ellos a tirios y a troyanos, a esquimales y a australianos, a analfabetos y a ilustrados.

Lógicamente, de aquel barullo improvisador tenían que salir, junto a maravillas de ocurrencia e inspiración, alguna inevitable torpeza. Por ejemplo, sólo de la inseguridad de quienes urdían y recomponían al trama día a día puede proceder la secuencia meramente explicativa, torpe, interpretada sin convicción, innecesaria entre Bogart y Bergman en París, un flash back de cine rutinario en medio de una explosión de cine imaginativo. Y, al contrario, sólo de ese estado de gracia y espontaneidad en que se encontraba el equipo de rodaje de Casablanca puede proceder el sorprendente hallazgo -que se ve una y mil veces y siempre parece nuevo- de la última secuencia, en la que, de contrabando le colaron al pudibundo Código Hays el primer happy end no heterosexual de la historia de Hollywood. Un bordado de ambivalencia erótica realmente insuperable.

A la luz de esta secuencia final, vista la película al revés o recompuesta en la memoria, Casablanca es un melodrama y su revés: una comedia cínica; es un relato de acción y su revés: un cuento sentimental; es cine de militancia política y su revés: un thriller sin convicciones; es una evocación nostálgica y su revés: una mirada al futuro; es una trama que busca un final que es su revés: un principio; es una aventura exótica y su revés: un juego intimista; es una película de teléfonos blancos y su revés: un relato negro; es la historia de un hombre duro y su revés: un tipo minado por la ternura; es la representación del egoísmo y su revés: un elogio de la generosidad e incluso de la abnegación; es la representación de un avispero de gente solitaria y su revés: un canto a la amistad. Tal vez el más sutil canto a la amistad hecho por el cine.

Y hay más duplicidades en esta película imperfecta y genial, que sigue siendo una fuente inagotable de fascinación.

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