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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El concepto de la muerte

"LA MUERTE es un hecho natural, no un concepto". Con esta tajante frase, una juez norteamericana impidió a los padres de la bebé Theresa, nacida sin cerebro y con un rudimentario metabolismo que apenas le permitió vivir diez días, que donaran los órganos servibles de su hija a otros bebés que pudieran necesitarlos para su supervivencia.Los argumentos de los padres, basados en un so lidario entendimiento del mundo, eran sencillos y difícilmente rabatibles: "No queremos quitar una vida que no es tal, sino ayudar a mantener otras". La donación suponía la "muerte del bebé, y la jus ticia se negó a ello. El caso de Theresa es complejo, porque los padres conocieron la mutilación cerebral de su hija en plena gestación y, desde entonces, pensaron que el sentido que tenía aquella vida era únicamente el de poder coadyuvar a las de otros. Este episodio judicial, sobrepuesto a la tragedia y gene rosidad de unos padres, ha hecho resurgir el largo e irresuelto debate sobre la eutanasia.

Es evidente que la muerte de un ser vivo se fija cuando ya nada de todo aquello que le hace existir vive en él. Pero la muerte de un individuo, el fin de su condición humana, en contra de lo que opina la citada juez, es un concepto, y ello explica que existan discrepancias, debates. Un concepto que ha variado históricamente y que está sujeto en su. formulación tanto al avance de la ciencia como a las creencias profundas de una sociedad y su tiempo. En la Edad Media, para citar un ejemplo obvio, era imposible definir y fijar la muerte como el registro plano de un encefalograma.

Naturalmente, la necesidad indiscutida de acotar legalmente el tan mencionado concepto viene impuesta por el deseo de evitar absolutamente cualquier tentación exterminadora, lo que no conlleva que el rigor legislativo desemboque en la antinatural obligación de prolongar la vida de un cuerpo que, de manera irreversible, nunca podrá satisfacer la más elemental función humana. Dar prioridad a la conservación de una vida vegetativa, imponer incluso dicha prioridad al margen de los deseos del propio protagonista o de sus parientes más próximos, es sin duda una forma explícita de uno de los totalitarismos más sutiles: aquel que, en nombre de principios aparentemente objetivos -la ciencia, el ordenamiento jurídico-, impone, sin posibilidad de réplica, unas normas de las que la historia y la cultura han demostrado ampliamente su notable flexibilidad.

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Los médicos han elaborado minuciosos protocolos con criterios para fijar ese instante natural, y algunas legislaciones, estrictas pero permisivas, remiten a una decisión judicial amparada por un consejo de notables para admitir un acto de eutanasia pasiva. No se trata de imponer a nadie la eutanasia, pero sí de permitir que quien crea que la vida sólo existe si se puede hacer un mínimo uso de ella pueda evitar que se le prolongue un estado vegetal.

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