Astronomía
Dicen que el universo es un pastel del género que los ingleses llaman plum-cake. La materia se expande, se aleja hacia profundidades infinitas por obra de alguna misteriosa levadura, y en ella flotan las galaxias como las frutas del pastel. Los radiotelescopios más potentes dan idea del tiempo y del espacio en dimensiones que un cerebro literario no comprende, porque. más allá de cifras que acumulan muchos ceros, uno admira mayormente la belleza metafórica que encierra la expresión años luz (parece que me hablaran de los años de nuestra adolescencia, cuando éramos tan guapos y marchosos que emitíamos luz). Otra cosa. El pasado rutilante de una estrella lejana nos lleva bajo forma, de luz fósil (y de nuevo uno se inclina ante la ciencia por haber inventado esa sólida y sutil definición del brillo que uno observa en los ojos de un anciano). Luz fósil, si bien he comprendido, es aquella que proviene de una estrella ya extinta, cuyo resplandor aún viaja en el espacio cuando los siglos han pasado desde que el astro dejó de existir. La edad y condición de las estrellas se expresa con las mismas curiosas locuciones que uno hubiera podido emplear para describir ciertas variedades de hormigas. Hay gigantes rojas, hay enanas azules, seguro que hay estrellas laboriosas o guerreras, y al cabo todo acaba sumiéndose en agujeros negros, una suerte de hormiguero que no revela su secreto y únicamente devora radiación. Hasta ahí hemos llegado. No quiero alardear de mayor ciencia. Este breve resumen astronómico, probablemente inexacto, se compensa ampliamente con la asombrosa definición de Nabokov. Cito su hallazgo. El universo es el interior de un cadáver fosforescente cuyas tripas habitamos (cuando apunta la primavera y los frutales están en flor es dificil pensar que así sea y, sin embargo, algo huele a podrido en Dinamarca, decía Hamlet). Con ello estamos muy lejos de la dulce y sabrosa teoría del plum-cake.La idea de que la humanidad se desenvuelve en el interior de una suntuosa carroña es algo más que una ocurrencia literaria. Se diría, como otras invenciones de escritor, que a través de la expresión se adivina un sentido trascendente. Nadie piensa en realidad que esto sea la tripa de un cadáver de elefante, ni que las constelaciones correspondan a gusanos luminosos dando buena cuenta de las vísceras de algún cósmico Leviatán. La metáfora del ruso, artista prestidigitador, viene a decir de forma más amena y menos resonante lo que anunciaba Nietzsche. La vida es una rarísima excepción en el inmenso territorio de la muerte. Me pregunto por qué estos pensamientos me acucian en la noche de marzo, en vez de averiguar sencillamente, con viento y cielo despejado, dónde se halla la Estrella Polar.
Debe de ser la nostalgia. Acudiendo a la bóveda del cielo yo no imagino viajes espaciales. Durante el día, nuestro planeta se halla fascinado por el Sol, y vuelve el rostro en la noche al tiempo y al espacio siderales, como quien sale a tomar el fresco a una ventana dejando a sus espaldas encendida la luz. Debe de haber en cada uno de nosotros un mecanismo cerebral que reproduce la ambición del firmamento. La pregunta infantil ¿adónde vamos? cobra un sentido adulto y muy prosaico. Vamos a entrar en casa porque se acerca la hora de cenar.
Nostalgia siento de un tío mío, aviador, que me enseñaba a conocer las estrellas. Con un dedo impreciso apuntaba a lo oscuro, allí está Vega, en la Lira (y acude a la memoria proustiana del olfato el aroma de un clásico laurel en el jardín). Allí está el Águila, Altair; allí, el Boyero; aquella roja, Arturo (todo era muy confuso; Arturo era también un compañero mío). Yo era un niño despistado, nunca sería piloto y apenas lograba discernir. El cielo levantaba un arco inmenso que ahora se hace incierto, vacilante en su interpretación. ¿Cake o cadáver? La cosmografía inocente de mi infancia, el dedo de mi tío, no planteaba tan peregrina cuestión.
Otro recurso nos ofrecen las mitologías. Para los celtas, el cielo estrellado era de bronce tachonado y amenazaba con desplomarse un día sobre nuestras cabezas. Sobre las suyas, para hablar con mayor exactitud. Los egipcios han representado el firmamento con un cuerpo de mujer en una linda pose, esbelto, arqueados los riñones de Este a Oeste, apenas rozando el horizonte con las manos y la punta de los pies. En el vientre lleva las estrellas. Sus pezones son luceros. Una constelación le llega a las rodillas. ¿No es hermoso? Otras culturas ven en las estrellas minúsculos orificios por donde filtra la luz de una bóveda resplandeciente, aún más alejada, la claridad de un espacio sublime y exterior. La ilusión es ingenua y tentadora. Hubiera podido imaginarla Nabokov. Supone un firmamento s6lido, opaco, con las propiedades de un colador de cocina que un mecanismo regular, de accionamiento incomprensible, mantuviera en rotación.
Los astrólogos han cruzado la noche de trazos geométricos. La han poblado de sierpes, de leones, de toda una zoología misteriosa que el protano se esfuerza en desentrañar. Yo recelo. ¿Cuál es mi signo? ¿De qué modo Saturno incita mi apetito, Júpiter mi cólera? El destino es muy diverso incluso con 100 niños que nacen a la vez en una misma maternidad, por eso desconfío del Zodiaco. De todos los planetas, mi preferido es Venus. De todas las estrellas, Antarés, en el ámbito de Escorpio. La Luna no me resulta indiferente, no por poética, sino por ostentosa. No pierde su interés por haber dejado de ser inaccesible, pero su enigma reside en descifrar la figura del conejo que los aztecas veían dibujado en el disco cuando se halla en plenitud. Marzo es Marte. Marzo es César, que murió apuñalado creo que el día 11 de este mes. Una breve noticia me declara que hay actualmente en la superficie del planeta 35 guerras. En los tiempos que corren no hay mes propicio para ajustarle las cuentas al vecino. Ahí yerra el calendario. Las guerras lo mismo se declaran en noviembre que en abril.
Mi deseo sería, al llegar la primavera, emprender un largo viaje. Viene el amanecer, y al ver pasar el vuelo de los patos se despierta el instinto de fuga, la necesidad de otras constelaciones, de otro cielo estrellado, de otro Sol. Uno imagina ganados trashumantes, altas praderas que comienzan a verdear. La luz fósil de la memoria colectiva representa los tiempos cuaternarios. Los monos antropoides, nuestros antepasados ya extintos, salían del letargo del invierno y, estirándose con un amplio bostezo, agarraban el garrote y se lanzaban a deambular. Entonces el cielo debía ser distinto, ligeramente desplazado, y quizá la Polar no era todavía, por breves segundos de arco, la Estrella Polar. Esos nómadas velludos, tribus erráticas, clanes migratorios, han dejado inscrita la neurona del viaje en el cerebro del hombre actual. La bóveda estrellada en primavera despierta esa nostalgia. Y vendrán otras edades, otros hombres más altos y más guapos aún, si cabe, viajeros y mutantes, mientras el plum-cake se siga inflando y el cadáver no deje de fermentar.
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