Cita con el mejor Bores
Entre los representantes españoles de la llamada escuela de París, Francisco Bores (Madrid, 1898-París, 1972) ocupó siempre un indiscutido privilegiado papel, pues, habiéndose instalado en la capital francesa en el año 1925, no sólo permaneció en ella hasta su muerte, durante casi medio siglo, sino fue su más depurado intérprete artístico.Conviene, en todo caso, aclarar a quienes no tengan la información precisa a este respecto que el confuso término de escuela de París se suele aplicar, en lo que concierne a los vanguardistas históricos de nuestro país, para englobar la obra de quienes, a partir de la década de los años veinte, suscribieron los principios plásticos del lenguaje moderno, pero sin adoptar una postura dogmática beligerante, ni, por tanto, adscribirse a un movimiento o grupo concretos. Esta actitud básicamente se tradujo en la sucesiva asimilación ecléctica del cubismo, primero, y, a continuación, del surrealismo.
Francisco Bores: obras de los años treinta y cuarenta
Galería Jorge Mara. Jorge Juan, 15. Febrero-marzo de 1992.
Talento fuera de lo común
Pues bien, a partir de semejantes premisas, los únicos que se salvan son los artistas dotados de una sensibilidad y una calidad excepcionales. Francisco Bores poseía ambas en abundancia, además, evidentemente, de un talento pictórico fuera de lo común, con lo que no sólo se hizo respetar por sus colegas contemporáneos españoles, sino también por parte de la crítica francesa más exigente, que lo situó siempre entre los más grandes, y como ilustración de esto último creo que basta con citar los impresionantes testimonios de Jacob, Kalmweiler, Teriade, Matisse, Supervielle, Reverdy, etcétera.En fin, no sé si tiene sentido insistir ahora acerca de la enorme importancia histórica de una figura tan notable como Bores, pero, se le conozca mejor o peor, de lo que no cabe duda es de que la obra que ha sido seleccionada para ser exhibida en la exposición que ha dado pie al presente comentario es, por cronología y su calidad artística, de primerísimo interés.
Se trata de un conjunto de casi veinte cuadros, entre óleos, gouaches y pasteles, pero casi todos ellos dotado de una rara belleza, muy capaz por sí misma de explicar quién fue este refinadísimo pintor y por qué suscitó la admiración de tan señaladas personalidades del arte contemporáneo.
Así, desde el Retrato de Carmen hasta las naturalezas muertas, fechados, respectivamente, en 1926 y 1937-1939, por no hablar ya del Interior, de 1938, abundan los ejemplos soberanos de sabiduría sensible y dominio del oficio, que resisten la comparación con los mejores maestros franceses del momento, junto a los que Bores se sentía más a gusto dialogando, Braque, Duchamp-Villon y naturalmente Matisse.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.