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La doble mina de Antonio Molina

Como la mayoría de los artistas que triunfaban en los años cincuenta, Antonio Molina fue un típico producto del star system a la española, que consistía en partir de la humildad más absoluta para llegar al éxito rotundo, previo revelador pase por un concurso radiofónico. Famoso por sus característicos rizos y sus gorgorgoritos, Molina se convirtió, gracias a su meteórica ascensión, en uno de esos ídolos que las madres ponían como ejemplo a sus retoños más o menos favorecidos con una buena voz. Una forma de dejar atrás el hambre y entrar en el modesto Olimpo de la España que firmaba el Concordato y recibía al Semíramis, que venía de Rusia lleno de combatientes de la División Azul. Era un humilde sueño que ayudaba a tolerar la ingrata realidad cotidiana.

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En las salas cinematográficas de aquel tiempo, este hombre de garganta sorprendente y sonrisa ingenua auguraba que el milagro era posible. Con una gaseosa en una mano y un bocadillo de tortilla en la otra, los chavales de la época no podíamos imaginar, sin embargo, que el verdadero milagro sería distinto y estaba aún en embrión, Porque de los genes del apañado barrenero que cantaba alegremente en Esa voz es una mina iba a surgir un auténtico filón que representaría también el éxito. Sólo que en otro país, un país que ya no era el de "adiós, España querida, dentro de mi alma te llevo metida", sino el que permitía por fin la proyección de las obras de Buñuel, y en el que no resultaba escandaloso admirar a la hija mayor de Molina, Ángela, bailando en cueros, con mantilla y abanico, en la personalísima versión que don Luis hizo de La femme et le pantin, y que se llamó Ese oscuro objeto del deseo.

La nueva generación

La irrupción del rostro inolvidable de Ángela Molina en nuestro cine hizo que algunos recordáramos al cantaor malagueño y descubriéramos con asombro que, entre trino y trino, se había dedicado a formar un clan del que también surgían flores tan insólitas como Micki y Paula, colmo de la audacia cada uno por su lado, el primero enamorado de Eusebio Poncela en La ley del deseo, de Pedro Almodóvar, y la segunda poniendo nervioso a un moderno oficial como Óscar Ladoire en Opera prima, de Femando Trueba, Y quienes, en el paroxismo de nuestra progrez propia del post 68, abjuramos de cuanto folclor hubo en nuestro pasado, descubrimos con asombro —y admiración— que Antonio Molina había creado un núcleo de tolerancia en el que la nueva generación, los nuevos deseos, las nuevas ilusiones, eran también posibles. Aunque sólo fuera por eso, habría que saludar su trayectoria con respeto.

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