Encuadre con filólogo
Néstor Almendros fue un miembro peculiar de la Escuela de Barcelona, porque fue un miembro in absentia. Pues cuando Néstor vivía en París y empezaba a colaborar con los cineastas de la nueva ola, en Barcelona Vicente Aranda rompía el fuego con su Fata Morgana. Sería precisamente Aranda quien le requeriría luego para fotografiar su Cambio de sexo (1976), prácticamente la única contribución de Néstor al cine español. Antes de esa experiencia, había coincidido con Carlos Durán otro pilar de la Escuela, en el rodaje ibicenco de More (1968) y fue Durán quien le conectó con los ambientes del cine barcelonés y le hizo colaborar con la frustrada Tuset Street (1968). Y cuando Glauber Rocha iba a rodar Cabezas cortadas (1970) se propuso su nombre para fotografiarlo, lo que motivó que el cónsul de Cuba en Barcelona me transnútiese una nota de censura y desaprobación para la productora, por la elección de un gusano para trabajar con un director revolucionario. El asunto se detuvo aquí, porque problemas sindicales hicieron que fuese finalmente Jaime Deu su operador.De este, modo Néstor volvió a encontrarse en su ciudad natal, que había abandonado con el exilio familiar en la negra posguerra. En aquellos años cuarenta, Néstor fue el muchacho cinéfilo, que en el colegio coleccionaba y cambiaba programas de mano con Alfonso García Seguí, futuro director del cineclub universitario y su primera pareja amorosa. Luego vino la etapa cubana y Néstor se doctoró en filología en la Universidad de La Habana, con una tesis sobre la modalidad dialectal del español hablado en Cuba. Cuba fue para Néstor la esperanza revoluciona ria, muy pronto incumplida. La política de Fidel Castro de reeducación sexual de los homosexuales le repugnó, con toda razón, y de ello daría cumplida cuenta en su documental Conducta impropia (1984). Su último ajuste ' de cuentas con el castrismo fue otro documental, Nadie escuchaba (1988), que circuló por televisión. En cuanto a su vida sexual, en los últimos años la reemplazó por la pasion cinefila, que resulta menos devastadora.
Néstor era un maestro consumado en el arte de pintar con luz. Y en ese cometido era muy exigente. Me dijo que había rechazado la oferta para rodar los Juegos Olímpicos de Barcelona porque Hugh Hudson no era cineasta de su devoción. Se sentía en cambio a gusto con Martin Scorsese, aunque nadie pudo reemplazar a su adorado François Truffaut, el ojo más sensible del moderno cine francés. Viajaba con frecuencia a Barcelona, para ver a su madre. Me había dicho que estaba bastante harto de la presión laboral en Estados Unidos, de la degradación de su calidad de vida y de su doctrina del quick money. Pero no acababa de decidirse a abandonar su loft en Broadway. Sabíamos que estaba enfermo y hace unos meses propuse en la Facultad de Ciencias de la Información su nombramiento como doctor honoris causa. El día en que la Junta de Facultad aprobó tramitar la propuesta le llamé a Nueva York y su voz le tembló. No sé si pensó lo mismo que yo: que en esa carrera contra el tiempo tal vez no llegaría a presenciar su reconocimiento académico. Así ha sido.
Con Néstor desaparece otra víctima más del exilio cultural antifranquista, que consiguió prestigio universal fuera de su pro pio país. Mucho le dolió que en el grueso volumen sobre operadores españoles que editó Filmoteca Es pañola no figurase su nombre. Le irritaba que le trataran como francés, cubano o neoyorquino. No había renunció a sus raíces y re cuerdo, en una de nuestras últimas cenas, una reflexión suya sobre la representación de la luz en la pintura de Velázquez. Estaba donde siempre había estado, aunque los otros se empeñasen en desencua drar su imagen en la pantalla de la vida. Por eso pidió, antes de su último suspiro, que sus cenizas fueran aventadas en Barcelona.
Babelia
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