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Vivir con la colza

Marginación y dolor, el tormento de cada día para los afectados por el síndrome tóxico

Amelia Castilla

Eugenio Blas, camionero de 56 años, todavía llora cuando recuerda lo ocurrido. Han pasado 10 años y aún no puede hablar de aquellos días sin que sus ojos se llenen de lágrimas. Él, su mujer y su hija mayor también estaban afectados por el síndrome tóxico, pero el estado de Rocío, la pequeña, se agravaba por momentos. El mismo día que cumplía 19 años les avisaron que le habían hecho una traqueotomía y que tendría que pasar el resto de su vida con respiración asistida. Como la familia Blas, con las secuelas de una enfermedad que ya ha causado directamente la muerte de 441 personas, sobreviven en estos momentos 19.089 personas, según datos de la Delegación Nacional del Síndrome.

Como ya hizo durante la celebración del juicio de la colza, Eugenio ha acudido a todas las sesiones celebradas esta semana en el Supremo -"lo considero un deber por mi parte"- para solicitar que las muertes se considern como homicidio y que se eleve a 30 años las penas impuestas por la Audiencia Nacional a los tres principales condenados por el desvío al consumo humano de aceite de colza desnaturalizado.El aspecto de su hija Rocío es idéntico al de las víctimas de los campos de concentración nazis. Tres veces a la semana, una ambulancia la recoge en la puerta de su domicilio, situado en el barrio madrileño de Orcasitas, para trasladarla al Doce de Octubre. La rehabilitación no conseguirá que estire completamente los brazos. "Servirá para que no pierda lo recuperado", dice Rocío. "Antes no era capaz de andar ni de hablar", asegura Rocío el pasado jueves.

Sentada en la sala de su casa, con su madre al lado, siempre pendiente de sus movimientos, Rocío explica que "los jueces deberían hacer la justicia con el corazón más que con la cabeza". Ella tenía 18 años cuando cayó enferma. En una foto de aquella época realizada unos días antes de que empezara a sentirse mal se la ve radiante con su larga melena. Entonces trabajaba en una oricina, tenía muchas amigas y era una chica sana. Ahora tiene 29 años, apenas se atreve a salir a la calle, no puede valerse por sí misma y sólo le queda una amiga que todavía acude a su casa de vez en cuando. Los últimos 10 años han sido un suplicio para ella. Si quiere agua, es su madre la que tiene que ir a la cocina a por ella; su madre tiene también que sujetar el vaso y acercarlo a los labios de la muchacha porque ella no puede ni sostenerlo. Su única distracción son las clases de trabajos manuales; por toda la casa hay centros de flores, bandejas, lámparas y cuadros realizados por Rocío en este tiempo.

Sus padres, Eugenio y Amparo, presentan las secuelas típicas de los afectados del síndrome tóxico, con los dedos de las manos encogidos hacia dentro. La familia percibe una pensión de invalidez cercana a las 200.000 pesetas. Amparo, la hermana mayor, casada y con un hijo de dos años trabaja como secretaria aunque tiene los mismos síntomas de sus padres.

Todos parecen resignados No esperan una sentencia espectacular del Tribunal Supremo "Nadie nos va a devolver la salud", dice Eugenlo. "Pero al menos que la justicia caiga sobre los acusados. Con el delito tan grande que ha sido éste, y la mayor parte de los condenados ya se pasean por la calle tranquilamente". Sólo dos de los procesados, Juan Manuel Bengoechea y Ramón Ferrero, condenados a 20 y 12 años, se encuentran en prisión. Tampoco creen que haya sorpresas para los altos cargos de la Administración en el juicio que se intentará celebrar en breve.

10 años antes

Rocío y su padre fueron los primeros en caer. Entonces -a últimos de mayo de 1981- no se conocían las causas de la enfermedad. Mientras duró aquel infierno, la familia, que pasaba por constantes internamientos hospitalarios, seguía consumiendo aceite de aquella garrafa de cinco litros que le compraron al chico que lo servía a domicilio.

"Una mañana se me ocurrió freírme un poco de pan, y nada más tomarme las tostadas tuve que irme directo al hospital", recuerda Eugenio. Todos pondrían la mano sobre el fuego sobre el origen de la enfermedad. "Lo encontré muy raro desde el principio. El aceite hacía mucha espuma y se ponía negro enseguida", asegura la esposa. La familia consumió poco más de dos litros de aquella garrafa.

"Los padres del chico que lo vendía también contrajeron la enfermedad. Y los vecinos del segundo, que también compraron de aquella partida. Todos, todos...". Cerca de cinco millones de litros de aquel aceite fueron requisados en distintas ciudades y todavía permanecen almacenados en unos depósitos de la localidad madrileña de Arganda. El aceite no será quemado hasta que la sentencia de la colza no sea firme.

En Orcasitas, un barrio obrero donde todavía se siguen vendiendo productos alimenticios a domicilio, a los enfermos de la colza se les conoce como los afectados. La zona sur de Madrid y las ciudades dormitorio de la periferia -Móstoles, Leganés, Alcorcón- fueron las más afectadas por la intoxicación masiva.

La sensación general entre muchos de los afectados es que la gente se ha olvidado de ellos. "Pero, bueno, ¿todavía está eso? Yo creía que a los de la colza os habían dado dinero". La madre de Rocío todavía no se ha acostumbrado a escuchar frases como ésa.

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