¿Resistirá la democracia?
La desaparición del régimen soviético y de numerosas dictaduras ha acentuado el discurso triunfalista sobre el ineluctable y más o menos inmediato imperio de la democracia política, asociada a la economía de libre mercado, a escala universal. Derrotado el fascismo en la Il Guerra Mundial y extinguidas como especies obsoletas tanto las dictaduras militares como los caudillos populistas y el socialismo real, la historia ha terminado. Es la victoria de la ideología del fin de las ideologías.Sin embargo, hay buenas razones para temer que la democracia no se extenderá al resto del mundo, que está en retroceso en los países desarrollados y, más aún, que corre peligro. Por todas partes crecen con enorme vitalidad síntomas amenazantes: exacerbación del nacionalismo, la xenofobia y el racismo, progresión de la extrema derecha, descrédito de los partidos políticos, desinterés ciudadano por la política y los asuntos del Estado, pérdida de influencia de los parlamentos y del poder legislativo, retroceso de las leyes, control de los medios de comunicación por grupos políticos y Financieros, mafistización del Estado y acceso de mafias financieras, policiales y hasta paramilitares a cada vez más importantes porciones de poder.
No es necesario detallar los hechos: con el periódico de un día cualquiera se puede hacer una lista de escándalos financieros, políticos, militares, de espionaje (o todo a un tiempo); de violaciones a las leyes nacionales e internacionales y de la complicidad o indiferencia de la prensa y los ciudadanos, en casi todos los países, capaz de sembrar una duda razonable sobre el futuro del sistema.
Los hechos están tan imbricados y generalizados, son tan graves, que el clásico argumento de que siempre los ha habido y de que sólo en democracia salen a la luz ha perdido vigor y seriedad. Las encuestas de opinión trivializan y manipulan la opinión y suplantan a los métodos democráticos; los medios de comunicación denuncian un delito (cuando lo hacen) para sepultarlo al día siguiente con otro y después olvidarlo todo. Durante la guerra del Golfo fueron censurados e inducidos a engaño por medios tecnológicos y coercitivos, pero no reaccionaron. Aún hoy no son capaces de informar sobre las víctimas y daños de las invasiones a Panamá y Kuwait. Entre los políticos, el interés personal y la compinchería de partidos priman sobre la Fidelidad al programa, al mandato de los electores, al interés nacional y a los principios éticos y morales. El secreto y los fondos reservados de Estado sirven menos para los grandes asuntos estratégicos que para ocultar las trapacerías de los gobernantes. En Estados Unidos se da como buena la declaración de un delincuente encarcelado, que acusa a un presunto inocente a cambio de una mejora en su situación. Así está siendo juzgado el general Noriega, un presunto delincuente común cuya captura provocó la invasión de un país extranjero. En España, los políticos intentan autorizar la invasión de domicilios por la policía, pero se autorizan a sí mismos a no responder personalmente ante los jueces. En Francia, la clase política, a propuesta de los socialistas (i), utiliza al Parlamento para autoabsolverse de gravísimas acusaciones. Los escándalos, incluso criminales, brotan como hongos en el mundo democrático.
Lo anormal, lo delictivo, el doble lenguaje y la impunidad casi han devenido regla. La mayoría de los políticos, por acción u omisión, va conformando poco a poco una casta de delincuentes e irresponsables con patente de corso. La reacción popular no es la furia del estafado, sino el desapego o el peligroso sentimiento de que el sistema democrático es otra coartada, la más florentina. Resultado: más del 50% de abstención electoral, con tendencia a aumentar, en Francia, Reino Unido y Estados Unidos. Un 65% de los españoles cree que todos los políticos "son más bien corruptos", y un 48%, que el sistema funciona mal. En el resto de los países la situación es similar. La tendencia entre los que aún votan es clara: Jean-Marie Le Pen llegó desde la nada, en 10 años, al 32% de las expectativas en Francia; un ex nazi fue elegido presidente en Austria; un miembro del Ku-Klux-Klan obtuvo el 40% de los votos en el Estado de Luisiana, y bregará con buena conciencia y mejores a poyos por la presidencia de Estados Unidos; el 34% de los alemanes comprende las agresiones a los inmigrantes y resurge el partido nazi, mientras en Bélgica y hasta en el Reino Unido se observa un alarmante auge de la extrema derecha.
Esta degradación democrática comenzó a mediados de los ochenta, cuando aparecieron los efectos del súbito frenazo en la distribución de los beneficios sociales derivados de la expansión económica de posguerra, seguido de un retroceso ostensible hacia las desigualdades, tanto entre el Norte y el Sur como en las sociedades desarrolladas., Ronald Reagan y Margareth Thatcher fueron los adalides y emblemas de este giro de 180 grados del modelo de desarrollo capitalista, asumido generalmente, sin mayor análisis, como inevitable. Todos los países industrializados consideran hoy normales tasas de paro que hasta hace muy poco hubieran sido la ruina de cualquier Gobierno. Desaparecidos o en vías de desaparición los sistemas de protección social y libre la ruta al puro interés económico, las sociedades democráticas se fracturan y sumerjen en un progresivo caos. Las multinacionales, los especuladores, los fabricantes de armamentos y los traficantes de droga ganan fortunas, pero los Estados y las sociedades son cada día más pobres. En Estados Unidos, faro de las democracias, siguen proliferando los Gatsby, pero todos los números de la economía están en rojo y 32 millones de ciudadanos (el 13% de la población) vegetan por debajo de la línea de pobreza, 40 millones carecen de cobertura de salud y cinco millones viven en la calle. En los últimos 10 años la desigualdad social norteamericana volvió a sus niveles de hace medio siglo (Kevin Phillips, The politcs of rich and poor, Random House, Nueva York, 1990). La consecuencia es que el optimismo mundial reinante hasta hace una década ha dejado paso a la zozobra provocada por el hacinamiento demográfico, la presión inmigratoria, el desempleo, la extrema pobreza, el descenso vertiginoso de la tasa media de instrucción, la inseguridad urbana, la incertidumbre de la enfermedad y la vejez, la reaparición de viejas plagas y el advenimiento de otras nuevas, la amenaza nuclear y bacteriológica, la degradación ambiental.
La relación capitalismo salvaje / retroceso democrático parece evidente. La democracia se expandió y consolidó verdaderamente sólo después de la II Guerra Mundial, asociada al progreso económico, a una mayor igualdad y a la paz. Después del conflicto se abrió un periodo de democracia social explícito, subrayado en el preámbulo de la Constitución francesa de 1946 (bajo el sugestivo título de Principios políticos, económicos y sociales particularmente necesarios a nuestra era), en la Constitución italiana de 1948, en las de los länder de la ex RFA y en las de la mayoría de los países colonizados que recobraron su independencia. En el Reino Unido, el Partido Laborista emprendió la silent revolution desde 1946, y en Estados Unidos, Franklin Roosevelt ratificó y amplió los principios sociales del new deal, incluidos en los artículos del Fair Deal, en su mensaje sobre la libertad del 6 de enero de 1941.
Durante esos años, la revolución productiva desmentía a Malthus y existía la creencia de que el desarrollo tecnológico extendería aún más, el bienestar. La generalización de Gobiernos socialdemócratas (o de derechas, pero con el discurso de la democracia y la igualdad progresiva asumidos) subrayaba la ilusión. Del otro lado del mundo, un sistema que había conculcado las libertades políticas, pero parecía más igualitario y se mostraba eficaz, estimulaba la democracia social en los países occidentales desarrollados. Los comunistas querían sovietizar el mundo; los socialdemócratas, hacer más humano al capitalismo; los liberales y conservadores, simplemente evitar el naufragio.
Pero la experiencia soviética ha fracasado y los socialdemócratas se han hecho liberales. Desaparecida la rivalidad Este-Oeste, agonizantes los partidos comunistas y debilitados los sindicatos occidentales, ya no hay razones para competir por la igualdad, sino sólo por el beneficio. El capitalismo regresa a su estado más puro, el darwinismo primario que hace inviable la democracia, cuya breve historia prueba que es más fuerte cuanto más social, entre otras cosas porque también la economía se vivifica ante mercados en expansión, en lugar de chispo rrotear navegando al garete, tal como la ha dejado el llamado neoliberalismo.
Carlos Marx, ese enterrado en vida, ya lo había dicho: en cierto punto del desarrollo de las fuerzas productivas, las relaciones capitalistas de producción se convierten en un escollo insalvable. Lo que Daniel Bell sintetiza como "los callejones sin salida en el área de comercio" (véase EL PAÍS del 12 de agosto de 1991), ¿no es acaso una clásica crisis de sobreproducción ante mercados saturados o insolventes? Los ecologistas modernos plantean el mismo problema desde la perspectiva biológica: la incontrolada expansión productiva está produciendo un daño tan grave a los sistemas y recursos naturales que el declive económico general será inevitable.
La democracia hace mal en cantar victoria, porque siendo como es una flor de estufa, ahora que cree haber enterrado al comunismo corre el riesgo de perecer a manos del capitalismo.
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