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La reina que perdió el imperio

La mayoría de los británicos sueñan con Isabel II, que hoy cumple 40 años en el trono

Enric González

ENRIC GONZÁLEZ Hoy hace 40 años, el 6 de febrero de 1952, Isabel Windsor se convirtió en Isabel II, Defensora de la Fe, reina de Inglaterra y de 50 países más que, pintados de rojo en el mapa, componían el inmenso Imperio Británico. La muerte de su padre, Jorge VI, la había sorprendido de viaje en Kenia, uno de sus reinos. De regreso a Londres, con 25 años de edad, se vio convertida en una de las personas más poderosas y ricas de la Tierra. La riqueza perdura todavía, pero no el poder. El Reino Unido y su reina están ahora en segundo plano. La propia institución está en entredicho. Hay incluso quien sospecha que la monarquía británica podría no durar mucho más que su presente reina, que en abril cumplirá 66 años.

Isabel II no nació para ser reina. Éran su tío David y luego sus futuros hijos quienes estaban llamados a suceder al irascible Jorge V. Pero David abdicó en 1936, tras sólo unos meses de reinado como Eduardo VIII, para casar se con una norteamericana divorciada de nombre Wallis Simpson. El padre de Isabel, Alberto, asumió muy a su pesar la corona como Jorge VI. Y ni si quiera entonces la pequeña Lilibet se vio destinada al trono. La familia real y la clase política británica confiaban en que Jorge VI engendrara un hijo varón, futuro rey. Pero Lilibet y Margaret nunca tuvieron ese hermano. Y Lilibet, una joven tímida, de inteligencia mediana, voluntad férrea y extrema frialdad emocional, fue reina al fin.

Pese a todas estas casualidades que llevaron a su coronación, Isabel II ha demostrado una gran profesionalidad como reina. No se le conoce un sólo error de importancia durante los larguísimos 40 años en el trono, si bien se ha limitado a cumplir con el único requisito esencial que los británicos parecen exigir a su monarca: estar ahí durante mucho tiempo. Su abuelo, Jorge V, un tormentoso personaje, se ganó el amor de sus súbditos a base de coleccionar muchos sellos y matar muchos faisanes. Ella disfruta de una enorme popularidad, pero nadie es capaz de explicar exactamente por qué. Probablemente porque su voz monocorde, sus sombreros y sus perritos corgis se han convertido en un símbolo de estabilidad por encima de un mundo cambiante que, durante estos 40 años, no se ha mostrado propicio para el Reino Unido.

Rutina inalterable

Isabel II ha pasado por la desaparición del Imperio, la dura recuperación de los cincuenta, la revolución cultural de los sesenta, las tormentas sindicales de los setenta y la insurrección pequeñoburguesa del thatcherismo en los ochenta sin alterar para nada su rutina: despachar con sus asesores tras el desayuno, alguna recepción, la comida -salchichas de Harrod's si está en el extranjero-, peluquero y consultas de los mayordomos, el té -a esa hora alimenta personalmente a sus perritos galeses corgis, mezclando carne y galletas que los animalitos consumen sobre la moqueta roja de sus habitaciones privadas-, algún que otro compromiso social, la cena y, antes de acostarse, el crucigrama de The Times y la televisión. La reina duerme sola desde siempre. Felipe, el príncipe consorte, parece resignado a llevar una vida fantasmal por los pasillos de palacio. Ha conseguido que los tremendos cambios ocurridos en su entorno no la afectaran. Pero todo lo demás -su país, su familia, incluso la institución monárquica- sí ha sufrido una indudable erosión. Especialistas como Jonathan Clark, catedrático de Historia en Oxford, consideran que la fase más dañina de su reinado ha sido el thatcherismo.

Pero la modernización institucional emprendida por Thatcher y su radical pragmatismo se oponían frontalmente a la misma esencia de una monarquía cuyos fundamentos están en el subconsciente social, en las claves oníricas comunes a los británicos. Como señala Clark, "la monarquía ya no es sólo un símbolo de nosotros mismos, sino la encarnación de nuestra Historia en una función que las instituciones democráticas jamás podrán cumplir. Su misma irracionalidad, su presencia en nuestros sueños [más de la mitad de los ingleses sueñan habitualmente con la reina], es una prueba de su eficacia".

La creciente presión en favor de una Constitución escrita, que convierta a los británicos en ciudadanos con derechos, en lugar de súbditos dependientes de la gracia de su majestad, apunta a la línea de flotación de la monarquía. Ian McEwan, uno de los fundadores del movimiento constitucionalista Carta 88, se-. ñala que "la magia de la monarquía se mantiene porque es una magia oficial". Desposeída de sus poderes, teóricamente supre mos, la imagen de la familia real se deslizaría hacia la que presen tan los muñecos de Spitting image: un grupo de vagos, alcohóli cos y lunáticos que disfrutan de una vida regalada.

Señales inquietantes

Las encuestas revelan que la monarquía sigue recibiendo un amplio apoyo en el país, pero muestran también señales inquietantes. Un sondeo de The Daily Teegraph demuestra que la gran mayoría de la población (75% globalmente, 60% entre los menores de 25 años) cree necesaria a la familia real, pero la ve también como un mal ejemplo por sus conductas personales (5 1 %) y considera que desaparecerá si no se adapta a una sociedad moderna y menos clasista (60%).

La imagen pública de Isabel I subsiste casi incólume, pero la de su familia se acerca ya, gracias l,incesante acoso de la prensa popular, a la de Spitting image. La princesa Diana es mayoritaiamente apreciada gracias a su incansable tarea en favor de los desposeídos y los enfermos de sida, lo cual contrapesa su escasa cultura y su-frenético consumismo. Los demás naufragan: Fergie, la duquesa de York, está siempre de vacaciones; sólo llama la atención cuando sustituye a su marido, el patán de la Navy, por un playboy tejano. La princesa Margarita y la princesa Ana son crisis nerviosas ambulantes.

¿Y Carlos? El príncipe de Gales, heredero del trono, compone la patética figura de un hombre cultivado y sensible, emotivamente frágil, carente de la frialdad de los Windsor. Se dice que es más bien un Tudor y que de ellos ha heredado la maldición de poseer alma. Cárlos está condenado a esperar, sin nada que hacer, mientras llega su momento. Y la espera se prevé muy larga.

La reina sugirió, en su último mensaje navideño, que no pensaba abdicar en su hijo. Los especialistas en asuntos monárquicos calculan que Isabel II durará al menos hasta sus bodas de oro, en 2002. Y hay incluso quien sospecha que será su nieto William, y no su hijo Carlos, el sucesor. El argumento es que un rey joven concita más simpatías que un hombre maduro, pues Carlos tendrá 54 años en 2002, y ya muy visto, y que adicionalmente dispone de más tiempo por delante para ganarse el amor de sus súbditos. Es la ya citada teoría de la larga permanencia. La cuestión es crucial, porque, como señala Harold Brooks, especialista en genealogías y monárquico ferviente, "la monarquía británica no podría sobrevivir, probablemente, a un rey impopular".

Un patrimonio de fábula libre de impuestos

E. G. La reina de Inglaterra es una mujer muy rica. Según algunos, la más rica del mundo, con una fortuna que puede superar el billón de pesetas. Pero es imposible determinar con certeza a cuánto asciende exactamente su patrimonio. El secreto de sus actividades financieras está protegido por una cláusula de la Ley de Sociedades Anónimas de 1976 y goza además de unos beneficios fiscales insólitos en la historia reciente de la monarquía británica: no paga un solo penique en concepto de impuestos.

Ni siquiera la todopoderosa reina Victoria disfrutó de estos privilegios, fruto de una serie de acuerdos verbales, supuestamente transitorios, en los dificiles años de la abdicación de su tío Eduardo VIII y de la II Guerra Mundial.

Las estimaciones sobre la cartera de inversiones de la reina oscilan entre un mínimo de 9.000 millones de pesetas (según The Economist) y 550.000 millones de pesetas (Fortune). Pero eso es una pequeña parte de su patrimonio. Lo más notable son sus posesiones inmobiliarias, su colección de arte y sus joyas.

25 parques del Retiro

Los palacios de Buckingham y de Windsor, con su fastuoso mobiliario y sus cuadros (Rembrandt, Rubens, Da Vinci, Canaletto, Mantegna), cuya simple enumeración ocupa un catálogo de 75 volúmenes, son utilizados por el jefe del Estado y, por tanto, no son considerados propiedad estricta de la reina. Sí lo son las fincas de Balmoral (comprada por la reina Victoria en 1852) y Sandringham (adquirida también por la reina Victoria en 1861). Entre ambas suman una extensión de 3.000 hectáreas, lo que representa unos 25 parques del Retiro.

La reina posee también dos fincas menores, Polhampton y West Isley, para sus 34 caballos de carreras. En 1991, los caballos ganaron unos 12 millones de pesetas en premios, que se embolsó la soberana. El mantenimiento de los caballos, que cuesta 20 millones de pesetas al año, es costeado por los contribuyentes.

Hay más. Las joyas privadas de la reina, entre las que destacan las adquiridas a la familia real rusa cuando se exilió, están tasadas en 8.000 millones de pesetas. La colección de sellos acumulada por su abuelo, Jorge V, ocupa 325 álbumes y es la más completa y valiosa del mundo.

Mantener todo este patrimonio le sale gratis. El Parlamento le concede cada año 9,79 millones de libras (1.760 millones de pesetas) para sus gastos personales, los de su familia y el presupuesto doméstico: personal de servicio (600 millones de pesetas), cocina y bodega (55 millones), flores (7,5 millones), fiestas en el jardín (40 millones), etcétera.

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