El Robespierre de sí mismo
Las cosas no tienen, habitualmente, un principio, sino varios. Para establecer el principio del fin de la era Gorbachov se puede elegir también. Hay quien preferirá junio de 1989, con la celebración de elecciones libres, aunque parciales, en Polonia, acontecimiento que abrió la primera gran brecha en el muro soviético con la aplastante derrota del partido comunista en todas las circunscripciones; otros se remontarán a una fecha anterior, para optar por la primera declaración del líder soviético en la que descartaba el peligro de que los blindados reprimieran en el futuro aventuras como Budapest 56 o Praga 68.Vamos a preferir, en cambio, octubre de 1989, cuando Mijail Gorbachov, de visita en Berlín para conmemorar el 400 cumpleaños de la RDA, le dijo al líder comunista alemán, Erich Honecker, que aquel que no supiera tener en cuenta los vientos de la historia se vería barrido por ellos. Poco se imaginaba Gorbachov que esos vientos barrían precisamente contra él.
La historia del gorbachovismo (marzo 1985-diciembre 1991) es la de uno de los mayores fracasos políticos en la historia del siglo XX. Al menos, Lenin consiguió que el cachivache asiático que quiso hacer pasar por comunismo durara unos 70 años. Y la práctica ha demostrado que lo que construyó el fundador estaba tan tenso, tan interconectado en el caos, que no era posible reformarlo sin destruirlo. Porque esto último era lo que Mijaíl Gorbachov había convertido en la luz de su existencia.
Cuando el nuevo secretario general del PCUS asumía su cargo en 1985, sabía ya que aquello no podía continuar, pero prestarle designios auténticamente democratizadores sería ir demasiado lejos. Un Arias Navarro del régimen soviético, sin duda mucho más presentable, era a lo máximo a lo que llegaba. Su intención era la de introducir perestroika -reestructuración de la economía- y glasnost -crítica y verdad dentro del sistema- para que el régimen fuera competitivo, pero sin decir adiós a Lenin. El que, eventualmente, Gorbachov pensara que sería inevitable introducir alguna noción de mercado en la economía, y de formaciones políticas independientes en el contexto socialista, no lo convertía en un liberal clandestino. Lo que hoy ha ocurrido, no ya la desintegración institucional de la URSS, sino la amputación traumática del comunismo soviético, no figuraba entre sus objetivos tan siquiera hace unos meses.
Gorbachov sólo supo cómo quería hacer lo que quería hacer -la salvación de un leninismo con rostro humano- probablemente desde 1987 o 1988. En esos momentos topaba con las mayores dificultades interiores. El contraataque conservador se desplazaba a artículos en la prensa de provincias; no faltaba quien pegaba la oreja al suelo ansiando oír ruido de sables; en la nomenklatura cundía el pánico por la eventualidad de que alguien pusiera a sus miembros un día a trabajar.
Y Gorbachov pensó que había que apoyar la perestroika interior en el exterior. Es decir, soltar lastre en Polonia, confiando en que el partido comunista se sostuviera aunque fuera gobernando en coalición con Solidaridad, y que habría un gorbachovismo in situ que podría renovar los comunismos locales en casa de Honecker, del checo Husak, en la Bulgaria de Jivkov, como ya se estaba haciendo en la Hungría poskadarista. ¿Y Ceausescu? Bueno, ése era intratable.
El descalabro comenzó en la Europa del Este. Egon Krenz era inviable, y, así, cayó el muro un 9 de noviembre de 1989. Como en el Imperio Romano, cuando la presión de los bárbaros comenzó a desbordar la altura de las fortificaciones danubianas, la riada se haría incontenible. Rómulo Augústulo, por comparación, aún tardó algunas docenas de años en ser derrocado. Gorbachov, en cambio, a los dos escasos de querer universalizar la perestroika, veía cómo la reforma se le convertía en revolución, pero una revolución totalmente contraria a sus designios.
Es hasta posible que el ya ex líder soviético sea hoy un demócrata. La fuerza de las circunstancias, como decía De Gaulle, enseña también a la fuerza, pero su tragedia ha sido la de correr siempre tras de los acontecimientos, de aceptar una nueva situación -que para el Gorbachov de 1985 o aun de 1989 tenía que ser una traición- y tratar de operar a partir de esa nueva plataforma para contener el derrapage, cada vez más cerca del precipicio. En ese tránsito, en palabras de Eduardo Haro, el secretario y presidente acabó dándolo todo por nada. Lo tremendo para la Unión Soviética no ha sido, por tanto, que evacuara el imperio -de lo que nos congratulamos todos-, sino que entregara las llaves de palacio sin estar en condiciones siquiera de pedir un resguardo para una transición pactada. Más que nuevo orden internacional, no hay orden ninguno, porque el mundo se ha caído de medio lado sin que nadie, ni Estados Unidos, ese Hércules medio a la fuerza, esté seguro de poder sostener todas las columnas a un tiempo.
Por todo ello, no hay que asombrarse demasiado, ni acusar al presidente norteamericano, George Bush, de haber seguido apostando por Gorbachov hasta más allá del último estertor. Estados 'Unidos debía apoyar, primero, al hombre que quería establecer las relaciones en la cumbre sobre una base pacífica y cooperativa, lo que permitiría cobrar un día los dividendos de la paz en momentos en que la competencia económica japonesa ya era el principal problema, y, segundo, al destructor del enemigo histórico en la última fase de su obra o de su desastre. A Gorbachov había que sostenerlo porque con él era todavía posible un mundo relativamente bipolar, que reforzaba en vez de discutir la hegemonía norteamericana. Si el presidente soviético salvaba un Estado central, aunque disminuido, la supremacía de Washington era más clara porque tenía delante un modesto y reconocible adversario, mientras que en cualquier otra sucesión, como la que en orden disperso preside hoy el líder ruso, Borís Yeltsin, los contrarios no declaran sus colores hasta que tengamos el desaguisado encima.
Hoy sabemos que perestroika, haberla, no la hubo, y, en cambio, glasnost hubo tanta que quienes mejor la utilizaron fueron los enemigos, sobre todo desde el paleo-comunismo, del propio líder soviético. Mijaíl Gorbachov nunca quiso ser un revolucionario. Hoy lo es, pero la revolución es justamente lo que se le ha escapado de las manos.
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