Robots crueles, robots, amigos
El doctor Frankenstein fue un deicida porque sustituyó a Dios en el acto que más lo de fine: la creación del hombre. El rabino que creó el Golem no cometió sacrilegio porque hizo a su criatura con el per miso de Dios. Ésta es, en definitiva, la diferencia entre la ciencia y la religión y por qué la primera merece castigo eterno para una cultura de vota. Sin embargo, la ciencia tiene una salida más diplomática: es menos arriesgado, teológicamente, fabricar una réplica metálica de un ser humano que no pretender crear al mismísimo hombre. Ahí están los robots. Los hay simpáticos y serviciales, como la pareja de La guerra de las galaxias, de George Lucas, pero también los ha habido infames -como la dama duplicada de Metrópolis- y reivindicativos -como los que se sublevan en Almas de metal contra sus dueños por la miseria de vida que les hacen vivir-.
Una tercera modalidad es la técnica que simplemente pretende mejorar las deficiencias del cuerpo humano. En este capítulo destaca Robocop, de Paul Verhoeven, un policía brutalmente mutilado que reconstruyen con circuitos, visión electrónica, aluminio... y domeñan su voluntad para, que sirva a un ambicioso negociante que quiere imponer su orden en un cercano caos urbano.
Al final, empero, los restos de hombre que quedan en la máquina consiguen sobreponerse y el espíritu toma el control de su propio cuerpo. El cambio que ha habido entre el primer y segundo Terminator, ambas de James Cameron, seguramente no se explicaría sin la confianza que nos da la epopeya de Robocop.
En el primer filme, la máquina Terminator -no reconocible por su cobertura de carne humana- está del lado del mal. En la segunda, que ahora se estrena, se coloca al lado del bien. Mientras la máquina mujer de Metrópolis era una perversa creación de la ciencia, Robocop demostraba que el hombre puede vencer una tecnología adversa.
Era posnuclear
Terminator vive una trágica era posnuclear donde el hombre está subyugado por lá máquina y busca su redención, también, en la máquina. En el fondo, Terminator arrastra el mito del superhombre, un mito que no se depositaen ensueños filosóficos o políticofascistas, sino solamente en la ciencia.
El hombre débil, aunque de voluntad férrea, ya no busca su propio fortalecimiento, sino que delega en una criatura, obra suya. Si llega a creérselo, quizá terminemos en una dictadura de los androides, de quienes los fabrican.
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