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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pensar el sida

ESTADÍSTICAS CADA vez más veraces están suministrando estos días la auténtica dimensión del problema del sida en España. En nuestro país hay registrados unos 10.000 enfermos desde 198 1, y se calcula que hay entre 40.000 y 50.000 seropositivos. La celebración, hoy, del Día Mundial del Sida (DMS) no ha de resultar ajena, pues, al ciudadano español.El DMS se pensó, como tantos otros, como un recordatorio sobre un repentino problema que crece y crece sin que la ciencia médica haya podido encontrar todavía un remedio suficiente. Parecería, sin embargo, que los acontecimientos harían superflua esta conmemoración. La muerte de Freddie Mercury o la confesión de Magic Johnson acrecientan la alarma social con mucha más contundencia que los informes anónimos sobre las víctimas de la enfermedad. Pero si tiene sentido el DMS es para pensar el sida, no sólo para temblar ante una imagen apocalíptica. Y pensar la enfermedad quiere decir, por ejemplo, no confundir las imprescindibles cautelas higiénicas con los sermones de quienes quieren aprovechar la plaga para reforzar un determinado concepto de moral. Pensar la enfermedad supone advertir el anonimato y desamparo sanitario en que vive la población africana, la más afectada por el sida, y que es menos noticia que la trágica e igualmente lamentable desaparición de un personaje célebre. Pensar el sida implica luchar, incluso contra nosotros mismos, para no afligir a la persona seropositiva con una marginación absolutamente cruel, injusta e innecesaria. Que a alguien le pueda parecer comprensible la imagen, en un colegio, de una niña metida en una jaula porque sus compañeros, o los padres de sus compañeros, temen el contagio -¿por el aliento?- demuestra que la propagación del sida no tiene consecuencias únicamente sanitarias, sino graves repercusiones en la convivencia social.

Cuando se diagnosticó, en 1983, hubo una penosa diligencia en catalogar a los denominados grupos de riesgo. Salvando el caso de los hemofílicos, drogadictos y homosexuales parecían ser los únicos predestinados a este mal, lo que fue aprovechado por algunos para criminalizar determinadas conductas. Determinadas enfermedades han estado también históricamente acompañadas de una difuminada connotación de culpa. Susan Sontag lo ha demostrado en el caso del cáncer, y el sida ha tomado su relevo. Limpiar un problema de salud de esta maliciosa ganga también es pensar el sida.

En el terreno sanitario, junto al homenaje a aquellos profesionales que trabajan junto a los enfermos terminales superando el recelo -explicable en su caso- al contagio, hay que reclamar un mayor empeño en la investigación de los remedios. No porque, a título personal, no lo pongan los científicos dedicados a hallarlo, sino porque, en la medida en que el fármaco curativo será un excelente negocio para el laboratorio fabricante, sería denunciable que esta lícita ambición impusiera un secretismo sobre las investigaciones que perturbe y disperse los esfuerzos del colectivo de investigadores.

El DMS debe tener, por último, un especial relieve en España, el segundo país europeo en número de afectados. Reconocer el problema como propio debe hacerse sin necesidad de esperar a la evidencia de que el amigo, el vecino y el artista o deportista a quien tanto admiramos han caído. Por otra parte, la estrecha vinculación del problema del sida con la droga refuerza los argumentos de quienes postulan que la lucha contra la droga no pasa únicamente por las comisarías. El uso de la jeringuilla infectada en manos de un patético yonqui no tiene nada que ver con la persecución de los grandes mercaderes de la droga.

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