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Un toque de sinrazón

Era el 25 de junio de 1985 y Klaus Kinski estaba de un humor de perros. Vestido enteramente de blanco, parecía complacerse en representar el tópico de la estrella de cine maniática y caprichosa. El actor estaba en el castillo de Requesens, cerca de Cantallops (Gerona) rodando El caballero del dragón con Fernando Colomo y no se encontraba a gusto, Era un papel alimenticio, de los'que él despreciaba y, sin embargo, aceptaba muy a menudo, cuando. sentía amenazado su errático concepto del tren de vida de una estrella. "Me siento como una prostituta; estoy aquí, porque me pagan mucho. dinero y que me gusta España y alguna gente que hace cine en España", repetía en su inglés con acento alemán.Era un trueno de hombre, un actor que gustaba de los personajes dificiles, las localizaciones remotas, las mujeres voluptuosas y los directores chiflados. Era rebelde, prácticamente imposible de,dirigir como actor, pero en el momento del rodaje se entregaba a su trabajo con un instinto y una fuerza impresionantes.

Su historia de amor-odio con. Werner Herzog era emblemática. "Herzog ha pasado 15 años contando que me obligó a rodar Fitzcarraldo a punta de rifle, pero el único rifle -un Winchester- lo tenía Yo y fui yo quien le apuntó a él; con Herzog hemos tenido peleas increíbles y, en una ocasión, le golpeé y le dejé K. O., pero luego hicimos ,otras tres películas juntos".

Y, sin embargó, por debajo del misántropo -"quisiera estar en el desierto o en el Tibet, en algún lugar donde no haya gente ni cámaras"- y más allá del tópico del astro y la celebridad -"en Europa me creen un loco, pero en Beverly Hills me paran por la calle"- se ocultaba una personalidad autoexigente, torturada y, tal vez, de ribetes tiernos.

Al final de la entrevista, que insistió en llevar a cabo en el cercado de un toro, comentó: "Tú puedes torearme, pero yo podré cornearte".

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