Tristes tópicos
Cabe pensar que lo que más define a las generaciones son las palabras que esas generaciones ponen de moda y que tanto enmascaran y a la vez desenmascaran a los individuos que las utilizan. Cojamos algunas palabras de las muchas que en las últimas décadas han sufrido una fuerte erosión semántica, tan fuerte que casi las ha dejado sin sentido, por no decir sin aliento. Supongo que debió de ser a final de los años cincuenta cuando la gente bien de las grandes ciudades empezó a calificar cualquier memez de divina. Según el parámetro, aparentemente iconoclasta, de aquellas esclarecidas gentes, hasta un plato de duralex podía ser divino. Esta nueva apreciación de la divinidad se extendió como .una polvareda por las otras clases, y ya cuando un servidor llegó a la adolescencia toda la clase media estaba empeñada en divinizarlo todo, y casi puede asegurarse que no quedó ni un solo centímetro del planeta sinHasta el café soluble era algo ciertamente divino, y .divina la formica y las medias de nailon, y divinas las novias de los Rolling Stones. Después, por influencia francesa, se puso también muy de moda el verbo adorar. Hasta hace bien poco, ese verbo entre nosotros no había sufrido la más mínima erosión, de forma que seguía conservando su sentido original. Adorar, lo que se.dice adorar, sólo se adoraba a Dios, o a los dioses, o a los santos, que en realidad eran personas cuya presunta excelencia les había acercado a la divinidad. En sí mismo, el verbo nada tiene de repulsivo, y sólo hiede cuando se trivializa su sentido, quizá debido a que es un verbo que aguanta mal el registro irónico, llegando a descomponerse en seguida. "Adoro tu sonrisa", adoro tu estilo", "adoro esa película", "adoro esa canción..." son expresiones la mar de francesas que en nuestra-lengua quedan como una patada en la conciencia. Que las empleen los franceses, con esa candidez que les caracteriza (no en vano decía un músico que lo que más definía secularmente a Francia era su secular e invulnerable candor) no me parece mal, pero entre nosotros todo eso huelea idiotez superlativa. Además, a fuerza de utilizar el verbo adorar sin toh ni son uno puede caer en la trampa de llegar a adorar cualquier cosa. Es el problema de no tener dioses: por lo visto, tal carencia crea en .el género humano (que, según Eliot, "nunca ha soportado demasiada realidad") tal sensación de orfandad que luego la gente está dispuesta a adorar hasta a sus cínicos animales domésticos. Por otra parte, esa clase de verbos fuera de lugar y de tiempo quedan en nosotros más fecales que en los franceses, quizá porque aún no hemos llegado a esa especie de metalenguaje cortés que ellos emplean a diario y que está pudriendo desde dentro, muy desde dentro, la lengua de Rabelais, quitándole fuerza y convirtiéndola en un pudridero de expresiones inicuas y palabras sin vida, heridas en sus más íntimas moléculas, esas que atañen al verdadero aliento de una lengua, a sus sentidos y a su conservación en el tiempo, así como a su capacidad para seguir designando los misterios del mundo sin el recurso siempre impuro de los neologismos.Otras dos palabras que las nuevas hornadas de españoles han puesto abusivamente de. moda han sido chulo y guay. Según el parámetro de estas nuevas huestes. de elegidos, cualquier cosa puede ser chula: su madre; una montaña, rusa o normal; un tocadiscos; una catástrofe; un apache; una ciudad; un río, contaminado o no; una excursión al campo... Y lo curioso es que para designar su concepto de la excelencia han elegido un vocablo que, entre otras cosas, significa proxeneta y puto. Ellos, en lugar de divinizar el mundo, han preferido proxenetizarlo, que queda más chulo. Pero claro, en ocasiones había que ir más allá de esa cosmogonía de barrio chino, y cuando ya una cosa es chula de verdad optan por el grito puramente animal y por una exclamación que, no obstante, áparece ya en algún romance y que, por esa rara magia que tiene la historia y sus ciclos, nos devuelve, tras pasar por la Edad Media, a nuestros más remotos orígenes, cuando conformábamos horas y pintábamos en las cavernas bisontes de lo más guays.
Y ahora detengámos un poco en el proceso que indican las cuatro palabras señaladas y apreciemos el milagro en toda su divina magnitud. De Ia divinización sin sentido hemos pasado a la adoración sin sentido; de la adoración hemos pasado al proxenetismo total y totalitario y a la chulería generalizada, y de la chulería, al aullido animal. Todo un ejercicio espiritual que, bien mirado, nos puede estar acercando a eso que Aristóteles y Lacan llamaban lo real en estado puro: la real y pura tiniebla. Pero ¿por qué lamentarse? Estas palabras que han repicado en nuestras cabezas con una insistencia cruel durante los últimos lustros son seguramente el preludio del mundo que nos aguarda, y que nos debe llenar de saludable y bien fundado optimismo. Y es que cuando uno ve lo que está pasando en la calle (donde apalean a mendigos, a drogadictos y a emigrantes), en el Parlamento (donde se aprueban leyes de lo más dudosas que vuelven a poner en entredicho los derechos del ciudadano), en las Fuerzas Armadas (que ya quieren más poder de intervención que en tiempos del ubicuo), cuando uno ve todo esto ya no puede poner en duda que nos espera un mundo divino, un mundo digno de adoración, un mundo muy, pero que muy chulo, un mundo muy guay.-
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