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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Guerra de frases

LA VERDAD palpitante tiene a menudo poco que ver con la verdad a secas. Sin embargo, la necesidad de mantener al público en ascuas está produciendo en la vida política española una deriva cada vez más pronunciada hacia la sustitución de los enunciados por los gritos, de las opiniones por las insinuaciones, de los argumentos por las descalificaciones. El antiguo debate es ahora primordialmente guerra de frases: aquellas consideradas susceptibles de ascender a los titulares. El Congreso de los Diputados fue escenario el jueves de una de estas guerras, con el proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana como pretexto.Con alguna frecuencia se evocan los debates en el Parlamento del Reino Unido, en los que domina el tono de trifulca, como ejemplo de viveza democrática. Pero, al margen de que bastantes ciudadanos británicos rechazarían compartir ese entusiasmo, se corre el riesgo de confundir (como algunos futbolistas) la acometividad con el juego sucio. Porque una cosa es que una ley como la discutida el jueves suscite apasionamiento y otra que el acaloramiento sirva para derivar la discusión hacia terrenos que nada tienen que ver con su contenido. Y una cosa es que las cámaras parlamentarias deban reflejar las preocupaciones de la calle y otra que en su interior haya que hablar como en las plazas: si a la obsesión por las frases se une el gusto por halagar el mal gusto, el Parlamento difícilmente podrá cumplir su función deliberativa. La experiencia demuestra, por lo demás, que si se abre la espita de la demagogia, el deslizamiento hacia la tontería es bastante rápido. Es lo que ocurrió el jueves.

Mala cosa había sido ya que el portavoz socialista en el debate, José María Mohedano, recurriera a la presunción de mala fe de sus contradictores para rebatir los argumentos del Partido Popular (PP) en relación a algunos artículos de la ley. Perseveró en esa vía el ministro Corcuera con la insinuación de que diputados conservadores le habían transmitido su secreto acuerdo con el contenido del proyecto. Avanzó un paso más en la pendiente el portavoz del PP, Federico Trillo, al aprovechar el viaje para propinar un bajonazo al diputado Guerra. Obligado a improvisar, el aludido no encontró mejor respuesta que considerar a quien le zahería alguien de escasa "catadura moral". Como no fue capaz de aclarar a qué se refería, amplió más tarde su juicio refiriéndose con frases de ingenio nulo a la condición de miembro del Opus Del de Trillo. El itinerario fue, pues, de malo a peor.

Pero la dramatización excesiva de los incidentes propios de la vida parlamentaria puede ser otra forma de demagogia, y como mínimo la rozó ayer el anterior vicepresidente con su mención indirecta a la guerra civil (relacionándola con el enconamiento entre los políticos que la precedió). Viniendo de él, hubiera podido tomarse como una sutil autocrítica si no fuera porque a renglón seguido repitió lo de la doble obediencia de Trillo, en alusión a sus creencias religiosas. Intercambiar insultos o descalificaciones es deleznable, pero la más grave perversión del debate se produce cuando deliberadamente se confunde el plano de lo público con la esfera de lo privado. Y cuando Guerra señala como agravante el hecho de que en el momento de ser aludido "ni siquiera estaba [participando] en el debate", olvida que fue él quien, el día de su desgracia, un 1 de febrero, intentó defenderse contra la evidencia repartiendo insinuaciones y maledicencias contra diputados que no habían abierto la boca.

Por ello, hizo muy bien el presidente del Congreso, Félix Pons, no prolongar el espectáculo.

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