Anarquía doméstica
Manuel Collado empezó su carrera de director hace 16 años con una obra de Shaffer, Equus, y llega ahora con este mismo autor a lo que él considera -en el programa- final de un ciclo de su carrera y de su vida: "He cumplido mis objetivos". Ha procurado siempre buscar un teatro poco frecuente, unas maneras de hacer que tuvieran una calidad, sin abandonar la necesidad del gran público.Se diría que de estas 20 obras dirigidas, y muchas producidas -con su hermano Salvador-, no ha obtenido pará él todo el beneficio material que requeriría su esfuerzo, a veces denodado, y contra muchos consejeros. Dice él que ha obtenido un aprendizaje cuyo fruto recogerá en el futuro; lo esperamos.
Ahora queda, entre los recuerdos, aquella primera aparición con Equus, tan valiente para 1975, con un primer desnudo tras el falso pudor de la censura, con el tradicional teatro de la Comedia partido en dos por un cuadrilátero de boxeo y con un desarrollo de sexualidad psicoanalítica que tampoco había sido favorita del régimen. Cuando se estrenó esa obra en Londres, dos años antes (después de Ejercicio para cinco dedos o de La cacería real del sol, antes de Amadeus) la crítica dudaba de si Shaffer era un gran escritor o simplemente un listo, un manipulador de los efectos de la teatralidad.
Leticia (Lettice and lovage)
Peter Shaffer (1987). Versión de Concha Alonso. Intérpretes: Amparo Baró, Alberto Merelles, Flavia Pérez de Castro, María Fernanda d'Ocón, Manolo Andrés. Vestuario: Yvonne Blake. Escenografía: Ramón Sánchez Prats. Dirección: Manuel Collado.Teatro Marquina. Madrid. 6 de noviembre.
Filosofía doméstica
Con esta obra de 19871 Lettice and lovage (lovage es una planta, llamada aquí perejil de amor, a la que se atribuyen virtudes estimulantes), hay escasas dudas de que Peter Shaffer es un buen manipulador, con algunas tendencias de filosofía doméstica.Por ejemplo, la creencia común de que lo nuevo es feo, de que el mundo ideal se quedó atrás para siempre -por ejemplo, la Inglaterra gris nacería a partir de la decapitación de Carlos I- y de que nos aplasta la comercialidad. Una idea muy frecuente de una época ya bastante pasada cuando se escribía esta obra (se centró en Francia, en Giraudoux, en la generación de los poéticos como Supervielle; aquí tuvo rasgos en algún Mihura): un libertarismo, una anarquía de las que tanto gusta la burguesía bien ordenada. A base de un teatro con efectos, con personajes queridos y simples, al estilo de La loca de Chaillot, con trajes y lugares exóticos, con la teatralidad de las réplicas, las preparaciones de los fines de acto, la esperanza de una acción de todos que nos llegue a liberar de la burocracia, la arquitectura de serie, el miedo urbano.
Nada es más venerado hoy que ese tipo de pensamiento, a condición de que no se cumpla y de que dé risa por medio de los personajes raros y de su comicidad.
Shaffer siempre se ha movido en el enfrentamiento entre los libertarios y los ordenados -el mejor ejemplo, el de Wolfgang Amadeus Mozart y Antonio Salieri, llevado a la pantalla por el director de cine Milos Forman, y que tanto ha perjudicado a la realidad y tan popular ha hecho a Mozart entre los ignorantes que le suponían desordenado, travieso y en plena furia de acoso sexual; no le habrán oído nunca-; aquí hay dos personajes paralelos, Leticia y Lotte, sin más oposición que la necesaria para producir de cuando en cuando los necesarios choques teatrales; son, en realidad, uno sólo.
El director Manuel Collado ha decidido que las dos actrices que los representan, María Fernanda d'Ocón y Amparo Baró, alternen sus papeles: además de una justicia distributiva para estas actrices, ha tenido en mente que entre las dos hacen un monólogo partido, aunque el personaje de Leticia se lleve el éxito más fácil porque su nombre está en el título y porque siempre la parte extravagante, vestida de forma estrafalaria y que canta la canción de la libertad, por arcaica que sea, tiene la mejor parte del éxito.
Aplausos equitativos
En el estreno, el público, conocedor del teatro (sobre todo, profesional), sabe de sobra el valor de las dos actrices, el partido que sacan de los dos personajes la manera en que se conjuntan, y entregó a las dos sus aplausos equitativos, aunque el brillo circunstancial estuviese de parte de Amparo Baró, que en esta ocasión parecía como poseída por el espíritu de Isabel Garcés.Compartió con ellas el éxito el actor Manolo Andrés en una breve intervención; la traductora, que había dado una versión limpia, y el escenógrafo, que había creado unos artilugios escénicos bastante útiles.
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