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La pasión y la promesa

La lectura de un reciente artículo de Thomas Ferenczi en este diario (Después de Marx, ¿quién?, 10 de septiembre) me ha dejado considerablemente perplejo. En primer lugar, por el sentido mismo de la pregunta. Después, por las respuestas que sugiere Ferenczi. Comenzando por el principio: ¿es pensable, o deseable siquiera, que en la historia del pensamiento socialista vuelva a darse una fuente de inspiración equivalente a la que supuso Marx en su momento?Ferenczi parece entender que Marx ofreció las referenclas intelectuales que legitimaron al socialismo como proyecto político durante un siglo. Depende de cómo se interprete la expresión referencia intelectual, por supuesto, pero cabe pensar que lo que ofreció Marx fue una explosiva combinación de análisis histórico y pasión política que culminaba con una escatología: la promesa de la revolución socialista como liberación inevitable de la humanidad. Los análisis de Marx sólo fueron conocidos por una minoría, y lo que dio fuerza a su pensamiento ante un gran número de personas fueron la pasión y la promesa.

Ciertamente, el carácter esotérico de algunos de los trabajos de Marx contribuyó al prestigio de su pensamiento: quien decía que la revolución era inevitable y traería una nueva era de justicia no era un profeta inculto o un obrero ofuscado, sino un pensador muy serio y, para la mayoría, incomprensible. Quizá se pueda decir lo mismo de Morin, Rawls o Habermas, pero no es, en cambio, nada probable que el lector de a pie obtenga de ellos promesas ni pasiones.

Rawls, por tomar sólo un ejemplo, ha intentado formular una teoría de la justicia compatible con la tradición liberal y con el socialismo democrático, por lo que ha sido atacado tanto desde la izquierda radical como desde la derecha. Sus propuestas son tan polémicas como sugerentes si nos movemos en el campo de la filosofía política y social. Pero, si queremos utilizarlas para despertar pasiones en un mundo más cotidiano, la tarea se vuelve ardua. (Mucho me temo, también por ejemplo, que pocos de quienes hoy escriben en España recuerden, o se hayan tomado nunca la molestia de saber, que el capítulo del Programa 2000 que esbozaba lo que hoy puede ser el ideario socialista se apoyaba directamente en Rawls).

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Y es que la falta de doctrina socialista que lamenta Ferenczi no es, en mí opinión, reflejo de una carencia de ideas, que hay muchas y merecedoras de consideración, sino la falta de unaidea movilizadora. Pero eso es, a su vez, reflejo de que hoy el socialismo como proyecto tiene su base social en realidades muy distintas de las que produjo el nacimiento de la industria. En ese sentido, Marx, es un clásico irrepetible, un pensador socialista que sólo podía surgir en un mundo (el del capitalismo industrial) que estaba, por decirlo con una expresión del propio Marx, en su infancia.

La revolución que Marx auguraba era creíble en un mundo abismalmente dividido entre las clases, y en el que la propiedad colectiva a través del Estado podía pensarse como una solución tanto para las desigualdades sociales como para el logro de una sociedad más libre e integrada. Hoy nadie (excepto mentes muy primitivas) cree que los complejos problemas de las sociedades desarrolladas puedan resolverse de dos patadas, por una revolución o cualquier medida de fuerza. Es más, casi nadie está ya dispuesto a aceptar que la violencia pueda ser el camino de una transformación social positiva. La utopía (como ruptura violenta de la que nacería una sociedad perfecta) era el centro de la capacidad de atracción del pensamiento de Marx: hoy Habermas o Raw1s pueden ofrecernos ideas reguladoras para avanzar hacia un mundo más justo, pero no utopías.

Y cuando el monopolio estatal de la propiedad ha perdido en su rivalidad histórica con las sociedades desarrolladas de mercado hasta el punto de derrumbarse y estallar en mil nacionalismos, tampoco parece que ésa pueda ser la solución a nuestros males. Pero a la vez aparece el verdadero escándalo de nuestro tiempo: la incapacidad de los mecanismos de mercado, en el marco político actual, para sacar del hambre y la pobreza a tres cuartas partes de la humanidad.

Se diría entonces que la idea movilizadora no deberíamos buscarla hoy en una utopía para las sociedades desarrolladas, sino en la apuesta por superar el abismo que separa al Norte del Sur y ya también del Este. La pasión debería surgir de las atroces imágenes de miseria y violencia que nos llegan por los medios, la promesa debería ser un mundo en el que los pobres de los países pobres no estuvieran peor que quienes hoy son pobres en los países ricos. Este es un principio similar al de maximinización de Rawls, pero yo no recomendaría a ningún político el uso de semejante término (no creo que pudiera llegar a hacerse popular).

No quisiera que se me entendiera mal: existen injusticias muy notorias en el mundo desarrollado, pero la fuerza moral para enfrentarse a ellas no puede movilizar a una mayoría mientras se olvide que las que dividen el mundo son mucho mayores. Y no tiene sentido que los radicales de clase media se escandalicen del racismo o la xenofobia (y su corte de nacionalismos excluyentes) si olvidan que se producen porque los pobres del mundo están dispuestos a competir entre sí y con nuestros pobres.

No es nada evidente tampoco que esta pasión pueda arraigar hoy en nuestras sociedades, volcadas en el ombligo colectivo de los intereses individualistas y particularistas. Pero deberíamos ser capaces de crearla: quien no sabe aprender de la historia y entender los signos de su tiempo termina por pagar el alto precio de repetir tragedias anteriores. En un mundo mayoritariarnente dominado por la miseria, mientras los nacionalismos excluyentes se multiplican y degeneran en insensatas guerras locales, y cuando en nuestra misma sociedad surgen brotes de racismo, se diría que el ensirnismarrúento de nuestra sociedad refleja las neurosis de los pacientes de un cómodo balneario precariamente situado al borde del abismo.Ludolfo Paramio es director de la Fundación Pablo Iglesias, del PSOE.

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