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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Autonomía y dinero

DESPUÉS DE la ola de efervescencia nacionalista del mes de septiembre, el debate sobre la profundización del Estado autonómico ha empezado a circular por cauces más serenos y objetivos, un cambio de óptica que afecta también a la decisiva, aunque difícil, cuestión de la financiación autonómica. Decisiva porque lo que no está en el presupuesto no está en el mundo, ni hay autonomía política sin autonomía financiera. Y no hay estabilidad política en un Estado descentralizado si el esquema de distribución de ingresos y gastos entre la caja común y las cajas territoriales está sujeto a una permanente puesta en cuestión.El compromiso de actualización para 1992 del porcentaje de participación de las comunidades autónomas (CC AA) en los ingresos del Estado difícilmente va a poder cumplirse por las exigencias del calendario. Afortunadamente, el debate empieza ya a ser lo suficientemente objetivo desde el punto de vista técnico y lo bastante rico políticamente como para que sea preferible tomar algo más de tiempo para su profundización, que desarrollarlo apresuradamente y sin tener en cuenta todas las derivaciones e intereses en juego.

Aunque el sistema ha funcionado mal que bien, posibilitando un nivel de descentralización inédito en la historia de España, todo indica que su mero retoque mediante la actualización del famoso porcentaje sería escasa respuesta para un conjunto de cuestiones que parecen exigir su reforma en profundidad. Estas cuestiones afectan a los tres principios en que se basa -autonomía financiera, suficiencia de recursos y solidaridad-, sobrepasando el ámbito de lo puramente financiero y entrando de lleno en el político. Pues bien, el sistema ha producido notorias diferencias de recursos por habitante -o por usuario- para unos mismos servicios públicos entre comunidades autónomas, tanto de las que tienen idéntico techo competencial como entre las de régimen común y las de régimen foral; el Fondo de Compensación Interterritorial no arroja un balance positivo por su escaso volumen, y la autonomía financiera de las CC AA resulta muy relativa, dado el peso de las subvenciones finalistas.

Al mismo tiempo, los traspasos de competencias y las transferencias financieras a las comunidades autónomas no se han acompañado de una reducción del aparato administrativo central. Y se ha producido una peligrosa distorsión en la configuración financiero-política de las distintas administraciones y en su percepción popular: la Administración central tiende a considerar a las autónomas casi como meras oficinaspagadoras de gastos estatales. Y éstas se presentan como sindicatos del gasto, al tener muy escasa responsabilidad en los ingresos, de forma que el coste político de la exacción de impuestos corre a cargo de unos, y la inauguración de escuelas, de otros.

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Para afrontar estos males se están abriendo vías de consenso sobre los posibles remedios que hagan eficaz el triple lema de autonomía, suficiencia y solidaridad: recursos iguales para iguales servicios; acercamiento gradual entre la sobrefinanciación que reciben algunas comunidades y la subfinanciación de otras, de forma que se eliminen los elementos discriminatorios generados; profundización en la autonomía, que sólo puede venir por una mayor responsabilización de todos en los ingresos; redistribución solidaria, y coordinación, de manera que no se practiquen simultáneamente políticas presupuestarias contradictorias, unas restrictivas y las otras expansivas...

La clave de bóveda de esta serie de criterios está en la corresponsabilización fiscal que se reclama desde Catalufia. Si no se aborda este reto, aunque sea gradualmente, las comunidades nunca llegarán a ser financieramente autónomas y la Administración central se convertirá en un mecanismo recaudador infernalmente sometido a tensiones gastadoras e incapaz de poner freno al déficit público global. Pero asumirlo sin asegurarse de la eficacia de las herramientas redistributivas y sin un compromiso de coordinación leal de las políticas fiscales acabaría erosionando la viabilidad financiera del Estado y las posibilidades de progreso de las comunidades menos desarrolladas.

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