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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

"Volveremos"

LOS ACONTECIMIENTOS de la pasada semana en Rumania son la consecuencia de una revolución violenta e inacabada. Iniciada con la muerte de los Ceausescu a manos de sus propios partidarios en la Navidad de 1989, se inscribe en la dinámica de círculo vicioso de un régimen comunista que se devora constantemente a sí mismo para renacer cada vez más debilitado de sus propias cenizas. Los mineros -árbitros bárbaros e impredecibles de la situación- han bajado por segunda vez en poco más de un año de la cuenca de Jiu a Bucarest para enderezar la situación y la han dejado nuevamente peor que antes. Si en junio de 1990 acudieron a la capital rumana para salvar al presidente Ion Illescu de las protestas de los estudiantes, en septiembre de 1991 han vuelto para proteger al viejo aparato comunista de la traición del propio Iliescu, uno de los suyos.El golpe de Estado que acabó con los Ceausescu terminó siendo una operación comunista interna que canalizó un movimiento de protesta popular en beneficio del ala más liberal del partido, la de los disidentes marginados por el viejo dictador tras el inicio de la perestroika en la URSS. La rápida e indiscutida llegada al poder de Ion Iliescu -y del brillante y joven tecnócrata Petre Roman- fue en realidad el resultado de un movimiento deliberado de la vieja nomenklatura para contener el estallido revolucionario anticomunista. Rumania es uno de los pocos países de la Europa del Este que, habiendo desterrado formalmente al marxismo, no ha barrido drásticamente a su clase política, ni a sus adláteres, ni a su policía política, ni a sus modos de operar. La revolución casi no pasó de ser un golpe de palacio.

Este tipo de transición política explica a un tiempo lo sencilla que fue la aplastante victoria electoral del Frente de Salvación Nacional (FSN) -constituido por gente procedente del aparato comunista- en mayo del año pasado y el porqué de las protestas consecutivas de estudiantes y mineros. Los primeros -apoyados por la genuina oposición que había perdido los comicios, pequeños partidos del catolicismo agrario y de los liberales- se manifestaron contra lo que intuían era una simple continuación del antiguo aparato de. Ceausescu. Se les combatió con la fuerza bruta e invocando la defensa del país frente al asalto de las "fuerzas del fascismo".

Los mineros, por su parte, han regresado ahora a Bucarest para combatir a un Ejecutivo que les tiene y tiene a todo el país sumido en una profunda depresión económica. El primer ministro, Petre Roman, hoy víctima propiciatoria del asalto de los mineros (le fue aceptada por el presidente una dimisión que, según afirma Roman, nunca había presentado), se había embarcado en un duro programa de reconversión a un sistema de economía de mercado que, lejos de aliviar la penuria de la población, la agravó.

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Pero en Rumania pasar de la miseria impuesta por Ceausescu a la penuria de Roman no ha comportado otras ventajas. Se entiende que la población esté cansada. Dicho lo cual, la intervención de los mineros, impulsada por líderes del reconstruido Partido (comunista) Socialista de los Trabajadores, no ha servido más que para consolidar el regreso de los políticos del antiguo régimen de Ceausescu y poner a Ion Iliescu en manos de una masa sólo controlable por líderes de clara adscripción ideológica.

Curiosamente Petre Roman encarna en este momento la única posibilidad de un retorno a la demopracia y de un futuro razonable, pese a que su doble juego ha sido el causante último de su caída. Será preciso comprobar si, pasada la violencia, se produce una presión popular en pro de la solución que ahora propugna Roman: no a un Gobierno provisional de nueva salvación y sí a la convocatoria inmediata de elecciones. Por de pronto, es esencial poner los medios para que los mineros de la cuenca de Jiu no cumplan su amenaza de volver a la menor oportunidad.

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