Excesos y defectos
Se habla de crisis editorial. A lo que parece, el pasado junio fue un mes especialmente catastrófico en la venta de libros, y no hay indicios de que la recuperación que parece insinuarse tímidamente vaya a tomar el impulso necesario para devolvernos a las cotas a las que nos habíamos acostumbrado. Muchas editoriales adelgazan su ritmo de producción, reducen personal o simplemente cierran, y hay quien afirma que la mejor salida para el sector habrá de ser la aglutinación de marcas en grandes complejos empresariales, con el objeto de abaratar costes, obtener una mejor y más efectiva comercialización y conseguir un proyecto económicamente viable.Y, sin embargo, no parece que hayan llegado al suelo las cañas de los cohetes de los fuegos artificiales que llenaron las páginas económicas y culturales de los periódicos con noticias de enormes anticipos sobre derechos, éxitos de ventas y ojeadas codiciosas sobre el mundo de la edición provinientes del área de las finanzas. ¿Qué ha sucedido para que los éxitos editoriales se hayan reducido, el precio de sus empresas bajado y las librerías vacíen sus estantes?
En primer lugar, creo que buena parte de culpa la tenemos los mismos editores: hemos fabricado demasiado, hemos puesto demasiados títulos a la venta y hemos desorientado a nuestros lectores. Un buen número de editores literarios medios teníamos un público fiel que compraba nuestras novedades, y este público se ha visto tan apabullado por el exceso de oferta que parece decidido a retraerse. No les culpo porque yo mismo, comprador compulsivo, me encuentro en una situación pareja.
Pero no todo habrá de ser cargado a la cuenta de los editores: la indiferencia con que parece que la Administración del Estado -en todas sus manifestaciones- observa el mundo del libro parece jugar también algún papel, y no menor. Los medios de comunicación de su titularidad lo tratan con tanta prudencia que a uno le parece que temen chamuscarse -una precaución que la administración pierde con sospechosa y sorprendente facilidad para dedicarse a lo único que se diría que no le es propio: editar-; no hay indicios de que haya intención sólida de crear bibliotecas nuevas o de dotar convenientemente a las pocas ya existentes, mientras esas pocas cierran en los días y a las horas en que a mi entender deberían estar abiertas, y que no son otras que las que el ciudadano medio dispone para utilizarlas: las fiestas y los horarios no laborables, para no hablar incluso de las noches avanzadas en época de exámenes.
En tercer lugar, la desintegración y el desprestigio de la vida universitaria, que ha actuado tradicionalmente como motor del consumo cultural. Hicimos oídos sordos a la proliferación de las fotocopias -en buena parte porque los principales transgresores fuimos los mismos profesores universitarios-, y hemos ido viendo cómo, de la fotocopia de los libros, hemos ido pasando a la fotocopia de sus resúmenes, y de esos resúmenes al trapicheo con las fotocopias de los apuntes de clase, que se han ido convirtiendo alarmantemente en el único referente del aprendizaje. No dudo de que, dentro de poco, observaremos la desaparición de las fotocopias de los apuntes -las de los libros parece que remiten y no precisamente a favor de la lectura de sus originales- para dar paso a la multiplicación de los casetes que hoy son todavía una anécdota en las aulas.
La informática
Y, en último lugar, la desorientación más que menos generalizada en los puntos de venta. Se me hace imposible entender cómo las librerías no disponen todavía de una red informática con la que poder consultar fehacientemente un catálogo ISBN sin demora, o el motivo por el cual no se han puesto en marcha todavía cursos de formación para libreros al estilo de los impartidos, pongo por caso, en Alemania.Lo cierto es que la crisis se hacía previsible. Y, más que nada, porque los motivos que se me han ocurrido para explicarla no son nuevos. Y es que hay otra razón última más cruda: no leemos. Hemos sido incapaces de establecer, para el libro, un esta, tus similar al que han adquirido las películas, los restaurantes, algunas series de televisión o el rock. En un futuro inmediato, y si no le ponemos remedio, acabará siendo un objeto de poco valor que se regala, como un reclamo residual, con los periódicos.
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