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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Razón o demagogia

YA HAY algo que como españoles podemos exhibir con orgullo por el mundo, a juicio del ministro de Justicia: nuestras cárceles. Bien es verdad que lo mostrado no deja de ser discutido y poco atractivo. Discutido por organizaciones internacionales como el Comité de Vigilancia de Helsinki, que el pasado jueves presentó en Moscú, en uno de los foros de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE), un informe en el que la masificación y falta de higiene de nuestras prisiones son equiparadas a las de la URSS, Europa del Este y Estados Unidos -un orgullo compartido, al parecer-. Poco atractivo porque, como señalan y denuncian expertos de todo el mundo, la política judicial tiende inexorablemente hacia el exclusivo concepto del castigo en detrimento de la posible reinserción o enmienda de los condenados.En cualquier caso, los datos estadísticos contradicen el optimismo ministerial: en la actualidad hay una población reclusa de 36.496 internos para una capacidad real de 22.000 plazas. Es evidente que la desproporción entre presos y plazas muestra un panorama sombrío. La población reclusa española se multiplicó por tres en los últimos 15 años, un ritmo difícilmente asimilable para las instituciones penitenciarias. Ello se explica no tanto por el aumento de la criminalidad (a juicio del Consejo de Europa está estabilizada en el continente desde 1985) como por la presión social, el espectacular aumento de fenómenos como la drogadicción y la obsesión por el orden público. Todo ello induce a los Gobiernos -progresistas y conservadores- a potenciar las medidas intimidatorias. Si a ello se añade el factor económico -en tiempos de crisis, los gastos sociales suelen ser los primeros en reducirse-, el resultado no es otro que el aumento progresivo de la población reclusa y el alejamiento de todo tratamiento que no sea exclusivarnente el del castigo.

En cualquier caso, sorprende la proclividad de las autoridades en reaccionar a bote pronto -incluso con una denuncia a la juez Manuela Carmena- frente a las críticas de lo que no deja de ser anecdótico -la clasificación del Comité de Vigilancia de Heisinki, que, como toda catalogación, es discutible- y el silencio (compartido con los parlamentarios) ante lo sustantivo: la reforma del Código Penal, la dotación presupuestaria y su posible recorte, la ineficiencia o no de la Ley General Penitenciaria, la posible privatización del sistema penitenciario, fórmula por lla que ya han optado parcialmente otros países desarrollados. Debatir, en suma, sobre qué hacer con la delincuencia y, por tanto, con la seguridad. Discutir si la constante reivindicación de la reinserción social forma parte de las ensoñaciones o puede ser aún motivo) de estímulo para quienes conforman el sistema judicial.

Es evidente que la sociedad tiene el derecho a la convivencia pacífica. Sus representantes tienen el deber de buscar las fórmulas y medios que la hagan posible, pero también quienes vulneran sus leyes deben poder cumplir las penas en condiciones dignas. El equilibrio entre las aspiraciones, colectivas e individuales, y los medios que las posibiliten es lo que distingue la razón de la demagogia.

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