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El triunfo de los nacionalismos bálticos

La primera etapa en la voladura de la Unión Soviética, la independencia de las repúblicas bálticas, está consumándose. Es muy probable que desde dentro y desde fuera de Rusia se desee remansar aquí el torrente independentista. Sin embargo, y salvo un resurgimiento del nacionalismo panruso, bastante más inquietante por cierto que el fracasado intento de construir una nación soviética, va a ser complicado para Occidente y los actuales líderes rusos ofrecer argumentos suficientes cara a esa empresa de contención. Un proceso revolucionario del calado que actualmente vive la URSS no se frena a voluntad de unos dirigentes políticos que, en casos semejantes, pueden pasar con relativa facilidad de conductores a conducidos en relación a los acontecimientos.Para un politólogo, incluso para un politólogo español, inevitablemente distante del escenario de la crisis, es obligado preguntarse por lo mucho que ha quedado al margen del alud informativo de estos últimos días. La historia moderna de estos países, sus relaciones históricas con Rusia, el modo en que lograron su independencia a partir de 1919 y lo que fue la experiencia estatal de estonios, lituanos y letones en el periodo de entreguerras no son cuestiones que hayan merecido la debida atención a la hora de intentar hacernos una idea cabal del presente momento independentista.

Letonia y Estonia discurren por la modernidad europea como territorios carentes de entidad estatal; el protagonismo de los caballeros teutones y de otros poderes estamentales terminará dando paso al control sueco de estos países. Las consecuencias de la Gran Guerra del Norte arrastrarán su integración, desde los inicios del siglo XVIII, en el imperio ruso, hasta que el azar de la revolución soviética, dos siglos después, les empuje a la independencia. Lituania tuvo un pasado bajomedieval importante, con un momento de esplendor en el paso del siglo XIV al XV. Pero su progresiva integración en Polonia lo llevará a ser parte de los traumáticos repartos de este último país; los actos más revolucionarios, en palabras de lord Acton, del antiguo régimen.

Si se me disculpa la simplificación, quizá pudiera decirse que no les fue mal a las regiones bálticas dentro de la vida rusa. Cierto que hubieron de sufrir dolorosos episodios de rusificación, pero es igualmente cierto que se beneficiaron de su situación geopolítica y de sus notables recursos humanos dentro de un Estado plurinacional no sobrado de ellos. Aunque son visibles desde finales del siglo XIX, especialmente en Lituania, movimientos nacionalistas de alguna significación, la verdad es que la independencia conseguida a partir de 1918, del mismo modo que sucedió en otros territorios de los imperios austro-húngaro y otomano, tuvo poco que ver con las de mandas de esos nacionalismos y mucho con el desencadenamiento de la revolución soviética y los intereses occidentales. En el caso de Letonia, Estonia y Lituania hay un nombre y una fecha para explicar la independencia: el tratado de Brest-Litovsk ' de marzo de 1918, por el que la revolución emergente habrá de ceder a Alemania la soberanía sobre los países bálticos. A partir de aquí, la derrota de las potencias centrales, la incapacidad militar soviética, la acción de los nacionalismos locales y el declarado antisovietismo occidental se combinarán para que pueda producirse el surgimiento de tres nuevos Estados en un alterado mapa europeo.

El periodo de entreguerras sería una experiencia definitiva para la vida de letones, lituanos y estonios. Es verdad 'que los nuevos Estados no se diferenciarán respecto de la URSS por el disfrute de la libertad. Con la relativa excepción de Estonia, apenas pudieron oponer a la dictadura roja otra cosa que unas dictaduras negras. Pero con todo y con ello se habló entonces de un nuevo milagro económico que habría de quedar grabado en la memoria de la población báltica. La independencia se fue, poco más o menos, como había venido, y un nuevo pacto germano-sovietico supondría la integración -no sin mediar la traumática experiencia de la Ostland hitleriana- en la Unión Soviética, vergonzosa heredera de la vieja Rusia.

Una aproximación a lo que ha sido la vida de las repúblicas bálticas dentro de la URSS requeriría un tratamiento detenido. Los crímenes estalinistas ó la cruel ironía para esos países que se derivaba de la instrumentalización soviética de la causa mundial de los nacionalismos desintegradores forman parte de una historia en la que, sin embargo, sería injusto olvidar unas inversiones a cargo de la Unión que contribuyeron en buena medida a hacer del Báltico el "Occidente soviético". En todo caso, el balance de lo negativo y lo positivo ha quedado desbordado por la crisis de un régimen y (le un sistema políticos que se ha llevado por delante al mismo Estado. Tiene ya poco sentido preguntarse por la poco generosa actitud de los dirigentes nacionalistas bálticos ante lo que representó la perestroika, actitud que tuvo su manifestación más rotunda en la negativa a negociar unas nuevas relaciones de sus repúblicas con la Unión. A la vista de lo sucedido estos días, resulta obligado reconocer que esos políticos han demostrado conocer muy bien el nivel de descomposición de la URSS y la decidida actitud de determinados Gobiernos occidentales ante la hipótesis secesionista; un conocimiento muy superior desde luego al de algunos observadores europeos, temerosos de que el desafío báltico pudiera saldarse con un baño de sangre.

En la medida que la actitud occidental ha sido decisiva en la consumación de la independencia, es impensable el abandono a su suerte de las poblaciones de los nuevos Estados. No solamente es obligada la ayuda económica norteamericana y europea, pese a que la misma tendrá el efecto disfuncional de aumentar el atractivo de las opciones independentistas en el resto de la URSS, sino que, cuando menos, la Comunidad Económica Europea, de la que nuestro país forma parte, debe advertir a estos países sobre la inviabilidad de cualquier extremismo nacionalista capaz de traducirse en desplazamientos de población, limpieza de fronteras o amenazas de cualquier tipo para el estatuto de las importantes minorías étnico-culturales de la región. En nombre de la anhelada coherencia nacional, el centro y el este de Europa, en buena medida bajo la inspiración y las enseñanzas alemanas, vivieron en el inmediato pasado un frenesí criminal en que los auténticos derechos y libertades individuales fueron sacrificados una y otra vez al todopoderoso principio de las nacionalidades. Si entonces las democracias occidentales no fueron del todo ajenas a esa situación, su repetición hoy nos convertiría en directos responsables de la misma. Quizá pueda considerarse demasiado pesimista ponerse en guardia contra unos riesgos no concretados. Pero en ningún caso puede asumir la Europa comunitaria que su contribución a la presente revolución de la libertad se traduzca en términos prácticos en el apoyo a un tipo de nacionalismo que tiene trágicamente probada su incompatibilidad con los valores liberales y democráticos.

Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).

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