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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Urge otro Helsinki

VISTO LO visto, es dificil no compartir las prevenciones del filósofo austriaco Karl Popper contra las predicciones: efectivamente, el futuro depende de factores tan aleatorios que más vale extremar las cautelas antes de arriesgar cualquier pronóstico. Pero también es dificil refutar la reflexión que otro de los más grandes pensadores vivos, Norberto Bobbio, ofreció con motivo del conflicto del Pérsico: que las decisiones políticas no han de tomarse (o no únicamente) en función de las causas que en teoría las aconsejan o exigen, sino más bien de las consecuencias previsibles que se derivan de la decisión misma. Dicho de otra manera: que las iniciativas deben justificarse no sólo por aquello que las motiva, sino por los efectos que se seguirán de ellas.Sobre los pronósticos: ya estaba Gorbachov en el Kremlin cuando, con motivo del 400 aniversario de la Conferencia de Yalta, los más famosos analistas aseguraron que el marco internacional establecido en 1945 por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial estaba llamado a perdurar durante largos años. No sólo eso: ya había caído el muro de Berlín cuando, en 1990, la Conferencia de Seguridad y Cooperación Europea, reunida en París, reiteraba el principio de intangibilidad de las fronteras establecido en Helsinki en 1975.

Han fallado los pronósticos, pero sin un mínimo de predicción sobre lo que puede ocurrir en el futuro careceríamos de elementos de valoración moral de las acciones. Ello condenaría a los seres humanos bien a la pasividad, bien a la irresponsabilidad. Una de las lecciones del derrumbe del marxismo es que no existe la necesidad histórica: las cosas no ocurren ineluctablemente, por exigencia del guión, sino como resultado de las decisiones adoptadas por los seres humanos. Por lo mismo, no todo lo que ocurre es en sí mismo necesario ni, mucho menos, conveniente. Al menos en cuanto a las consecuencias que pueden razonablemente preverse.

Tras unos días en que una cierta inercia, motivada por la euforia del triunfo, ha hecho pasar por alto los riesgos para. la estabilidad mundial derivados de la dinámica de disgregación de la URSS, voces como la del propio George Bush llaman ahora a la reflexión. Pues, efectivamente, una cosa es que sea dificil evitar ciertos fenómenos propios de una sociedad en crisis como la soviética, y otra, estimular esas tendencias bajo el argumento de que son inevitables.

Seguramente es cierto que Helsinki ha saltado por los aires en lo relativo a la intangibilidad de las fronteras, pero no es evidente que haya que alegrarse de ello. El compromiso de respeto de las fronteras estatales venía a condensar las enseñanzas de dos guerras mundiales. Contra lo que pudiera pensarse, no consagraba la justeza de las divisiones establecidas, sino, al revés, reconocía implícitamente el carácter parcialmente artificial de las mismas. Pero, al mismo tiempo, relativizaba ese problema ante la imposibilidad material de dibujar un mapa que diera satisfacción completa y simultánea a todas las eventuales reclamaciones nacionales. En cierto modo, venía a admitir la inviabilidad de una aplicación indiscriminada del principio de las nacionalidades tal como fue formulado por Wilson después de la Primera Guerra Mundial, lo que hubiera dado lugar a la emergencia de cientos o tal vez miles de Estados: hay unas 5.000 lenguas diferenciadas en la Tierra.

Se trataba, por tanto, de un consenso establecido en aras de la convivencia pacífica internacional. Sin embargo, el equilibrio que garantizaba el acuerdo se ha roto con la desaparición de una de las superpotencias; de ahí que haya sido precisamente en la URSS y los demás países ex comunistas del Este donde los problemas étnicos y nacionales han estallado con mayor virulencia, derivando rápidamente hacia el cuestionamiento de las fronteras y la reivindicación de estatalidad.

Ello puede ser reflejo del retraso de esas sociedades en el terreno de la intercomunicación cultural, en cuyo caso la democratización en ciernes sería la mejor vacuna contra los excesos. Pero, entretanto, su generalización desordenada supone un evidente factor de inestabilidad. Eventuales desplazamientos de población en la URSS no sólo serían incompatibles con los principios humanos reafirmados en Helsinki, sino un riesgo potencial de guerras civiles.

Por lo mismo, no es evidente que Europa occidental esté interesada en arriesgar el consenso existente, o en convertirse en agente concienciador, o al menos legitimador, de los nacionalismos emergentes. Pues una cosa es respetar las nuevas realidades y otra alentar aquellas en las que es imposible no ver un futuro inquietante.

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