Infiernos manifiestos, paraísos ocultos
Foto: Cristina García RoderoEn Cataluña se produce un curioso fenómeno lingüístico, digno de reflexión. Como es sabido, mucha gente declina contestar en castellano cuando se le habla en esta lengua, por lo que es frecuente que entre nativos y forasteros se desarrollen breves diálogos bilingües. El, catalán y el castellano están lo bastante próximos para que casi todos se entiendan en lo esencial; o en mi caso particular, al menos, no suele haber problema, habiendo pasado numerosos días de mi vida entre Santa Coloma de Farnés y Sils. Lo curioso del fenómeno es, sin embargo, que se produzca. En el hablan le catalán se operan dos mecanismos en esas ocasiones: uno, reflejo, y otro, activo o de iniciativa propia. El segundo es contestar en catalán; el primero es contestar. El problema de escisión no está aún resuelto para esos hablantes: para resolverlo verdaderamente a su gusto y deseo tendrían que no contestar, ni en castellano ni en catalán. Pero para no hacerlo (y contestar es el acto reflejo, como cuando nos sueltan un plato que no nos toca coger y, sin embargo, lo recogemos para que no se caiga) les sería preciso no entender, y hoy por hoy, quizá por desgracia para su psique, la mayoría de los hablantes siguen entendiendo el castellano (y recogiendo platos, por tanto, contra su voluntad). Que el otro acto es de iniciativa propia resulta evidente cuando a JM y a mí, en algunos puntos de la costa, nos toman por italianos (es obvio que nuestro coche es alquilado, y ella tiene el aire un poco adriático) y, antes de que digamos una sola palabra, nos anuncian macarrónicamente: "Sta chiuso, domaní matí".
Durante esos nurrierosos días que he mencionado, todos los catalanes que conocí se guardaron de llevar me nunca a una zona de Cataluña que, por consiguiente, para mí estaba tarribién oculta hasta este viaje, aunque es manífiesta: la costa que ya no sé si es la Brava (mis nociones fronterizas son nulas si no veo mojones que me adviertan del linde), la más visitada y la más turística y que también forma, parte, pese a todo, del país. Sitios como Palamós, y San Feliú de Guixols, y Tossa de Mar, y Playa de Aro, y Lloret de Mar, e incluso Estartit. Esta última población, viniendo del norte y de la más pura Ampurias, es ya un poco inquietante, con su urbanización salvaje atenuada por los débiles restos de un monte de vegetación y con el anuncio múltiple de lo que parece ser la mayor atracción local, a saber: el Bool mit Glasboden, unas barcas con fondo de cristal desde las que los pasajeros pueden ser vislumbrados por algunos peces de superficie ya corrompidos. Pero la inquietud se convierte en desolación al llegar a lugares como Playa de Aro. No suponía yo, en mi ignorancia, que en Cataluña, la cuidadosa, la tradicional, la hermética y gótica y aun medieval, pudiera haber semejantes ofensas.Lo primero que me llegó fue un tufo espantoso a franquismo, esto es, a las aberrantes construcciones arquitectónicas nacionales de los años sesenta, la principal manifestación de la España padecida durante la infancia. En Playa de Aro (como en Benidorm) se reviven à contrecoeur escenas que habían quedado pulcra, higiénicamente olvidadas: al igual que los olores que no varían con el paso del tiempo nos sumergen con particular viveza en el tiempo que en cambio pasó, hay un tipo de edificio que, si no es derribado, acaba impregnando a la localidad que lo alberga del carácter de la fecha de su construcción. No es ya lo que se dice siempre ante estos lugares: el envilecimiento de un paisaje natural, la masificación, la degradación de cuanto se ofrece, la desaparición de cualquier forma de vida espontánea; todo eso es secundario. Lo insultante y lo grave es la pervivencia no ya de la monstruosidad, sino de la monstruosidad de una época que ni siquiera es ya la nuestra, y por tanto doblemente insoportable. Los infames hoteles y torres de apartamentos que se yerguen en Playa de Aro con sus colores birriosos (color arena mojada, color cárcel, color asfalto, ¡color caqui!) serían abominables aunque estuvieran en otro terreno, aunque no se encontraran al lado del mar. La idea que he sentido flotar al respecto entre algunos catalanes Ilustres que tendrán su segunda vivienda en el Ampurdán, a escasos kilómetros de estos desagües (no hay intelectual, no hay artista ni profesional que valga si no tiene casa en el Ampurdán), es una idea falsa y, por lo demás, racista: sitios como Playa de Aro son como campos de concentración para indeseables, la escoria de España, la hez de Europa, el tipo de turista ignaro y bestial que nadie quiere y es necesario, no obstante, para la economía del Principado. Se les entregan unos cuantos enclaves y se permite su destrucción, pero al menos así se los tiene quietos y juntos, el resto no lo contaminarán. La idea es además falsa, porque son muchas las veces en que uno oye hablar un catalán muy puro (gerundense, ampurdanés) en estas colonias punitivas estivales. No es cuestión de recordar ahora el Caballo de Troya o el ajetreado gusano de la manzana, pero si las autoridades catalanas, además del lucrativo, tuvieran algún sentido estético, político, cívico o incluso nacionalista hacer una postrera visita a estos enclaves y pactar su inmediata demolición.JM y yo salimos huyendo, no sin antes (se empeñó) pisar una discoteca rodeados de compatriotas, es decir, de italianos, amén de belgas y holandeses. Unas niñas de esta última nacionalidad -Natasja, Wendy, Maureen, acababan de terminar el colegio- se quejan de que los chicos españoles no saben hablar idiomas ni quieren hablar más que con las largas manos: todo resulta armonioso, la inforrnación también parece salida de los años sesenta. En cuanto a los alemanes empiezan a ser preocupantes: en la playa utilizan toallas que son su bandera y cuentan con jóvenes de peinado neonazi que recorren la arteria principal de la población en caravanas de coches desde los que flamean esas mismas toallas, sólo que ensartadas en palos. Estamos en vacaciones. Da que pensar. Toman sol y más sol, pero nunca saldrán del color bermejo.La verdad es que al lado de todo esto uno recuerda casi con nostalgia un espectáculo gastronómico-patriótico que le fue dado contemplar durante un viaje anterior en Valls (Tarragona), cuna de la moda que en los últimos años se extiende por Cataluña con vigor. La calçotada, como su nombre indica, consiste en la masiva ingestión de calçots, unos cebollinos calzados con tierra (de ahí la palabra), muy sabrosos y tiernos, largos y blancos, y que sólo se encuentran entre enero o febrero y marzo o abril. Lo cierto es que son deliciosos, mojados en el romesco, esa salsa tan bermeja y tan densa. Esto, sin embargo, no basta para explicar que su ingestión se haya convertido en una especie de ritual comulgante y comunitario. Desde hace ya tiempo (pero va a más, sobre todo en Tarragona), numerosos locales, merenderos, restaurantes, fondas, anuncian su calçotada para tal o cual día, preferentemente en fin de semana; y son tantos los catalanes que han ido acudiendo a la llamada, que esos locales se han quedado pequeños, por lo que los dueños han pasado a alquilar garajes y hangares en los que dar cabida a los centenares de mesas necesarias para alimentar con calçots a la clientela no sólo ingente, sino en aumento. Hasta el lugar de la convocatoria llegan autocares llenos de peregrinos alimenticios, los cuales a menudo se tocan con barretinas y -como los alemanes- no se abstienen de airear senyeres. Los calçots, por su forma y porque hay que desenvainarlos, se prestan a los comentarios obscenos, que, por tanto, se prodigan, mientras el gentío, de pie, se coloca unos baberos gigantes en torno al cuello (no servilletas anudadas, baberos con cintas) y moja desde lo alto el caIçot en romesco. Corre el vino y chorrea la salsa por los paños a cuadros; es una bendita forma de vida espontánea, que, por una vez, no se oculta.Pero en un país que es oculto eminentemente, a la postre hay que ir en busca de lo más recóndito. Si uno pasa unas horas en La Bisbal, por ejemplo (que al ignorante le suena como La EpIscopal, me da el corazón que esta etimología es cierta), es posible que al cabo de un rato alguien le hable de dos lugares bastante recónditos, uno cercano y muy caro y otro más lejano y barato, a los que sin duda deberá ir y, si puede (muy dudoso en el caro), quizá quedarse. El primero está a ocho kilómetros y se llama El Mas de Torrent. Fue una masía, como delata su nombre; hoy es uno de los hoteles más deliciosos y cómodos y de mejor gusto de la Península (a pesar del pianista, una mala idea, y rivalizando con Bussaco, de Portugal, con el que coincide en hallarse aislado en medio del campo). Llegar al segundo sitio es más difícil, pues hay que subir hasta los más de 1.000 metros del col de Condreu y seguir hasta el santuario del Far, un lugar solitario de sublimes visiones casi nietzscheanas y pegado, si no me equivoco (soy tan de ciudad...), a un bosque de hayas, cuyas hojas, verdes azuladas por el haz y verdes claras por el envés, acaban dando en verano una sombra tan inevitable como milagrosamente verdosa. Allí se yergue el santuario oculto, tan pausado, tan silencioso, tan melancólico, que tal vez JM, quien amén de caprichosa es sentimental, acabe cambiando de idea y ya no vuelva, sino que aquí se quede, esperando al día de sus desposorios.Mañana: Canarias/1
Luna de miel en Tenerife
Manuel de Lope
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