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Temo sobre todo a Gorbachov

Desde hace por lo menos un año y medio, el presidente soviético, Mijaíl Gorbachov, me ha ido decepcionando cada vez más.Cuando la intentona fascista golpeó Moscú, yo me encontraba en Helsinki. A petición del presidente de la República Rusa, Borís Yeltsin, me dediqué a discutir con hombres de negocios finlandeses y funcionarlos del Gobierno las posibilidades de desarrollar lazos económicos entre Rusia y Finlandia.

Hice lo que pude para ayudar a que se movilizara el apoyo occidental a aquellos que, en mi país, estaban resistiendo a los conspiradores. Entre otras cosas, utilicé mis contactos personales con el norte de Europa y Estados Unidos, intentando traducir las extremadamente cálidas actitudes hacia la persona de Gorbachov en un apoyo político a los que estaban luchando contra la junta golpista.

Honestamente. yo mismo me sentía sinceramente solidario con Gorbachov -muy preocupado por él, ansioso de su vuelta- y dispuesto a olvidar el hecho de que él era el principal responsable de que una banda de crueles traidores y conspiradores estuviera en puestos clave, una acción que ha llevado a mi país, al borde del abismo.

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De hecho, no sólo mi país estaba en peligro, sino todo el mundo: después de todo, durante tres días, la mayor potencia nuclear mundial estuvo en manos de aventureros criminales, dispuestos a cualquier cosa. Por desgracia, no todo el mundo en Occidente se dio cuenta inmediatamente, y el primer día escuché continuamente reflexiones o muy, ingenuas o muy ridículas. Afortunadamente, pronto acabaron.

Quisiera mencionar especialmente la segunda declaración del presidente George Bush el pasado lunes 19 y su conferencia de prensa del martes 20, los dos discursos de la ex primera ministra británica Margaret Thatcher; las declaraciones del primer ministro británico, John Major; las del ministro de Asuntos Exteriores alemán, Hans Dietrich Genscher, y otros muchos. Estos discursos dieron un apoyo considerable, pero lo que se necesitaba era mucho más, un milagro.

Y el milagro ocurrió. Ciudadanos desarmados de mi país, encabezados por un puñado de valientes líderes de la resistencia -Yeltsin y otros que le apoyaron aquellos trágicos días- derrotaron a la mayor máquina militar y policía secreta del mundo.

Gorbachov volvió a Moscú. Tenía la esperanza de que volviera como un líder reformador que acababa de volver a nacer, que había aprendido las amargas lecciones de aquellos días, un hombre que había abierto los ojos y que ahora podía ver y entenderse a sí mismo y a sus más próximos colaboradores.

Los primeros pasos de Gorbachov me decepcionaron amargamente. No quiero extenderme en el hecho de que no considerase necesario acudir (tras su regreso a Moscú) a la gran concentración ante los muros del Parlamento ruso. Tenía que haber hecho una profunda reverencia a los ciudadanos de Moscú, a Yeltsin y a sus camaradas de armas, a todos aquellos que pusieron su vida en peligro para salvar al país (y quizá al mundo entero) del desastre, y que también le liberaron a él y a su familia del arresto y le salvaron de la muerte política, y probablemente también física.

Tampoco quiero destacar el que no comenzara su primera declaración pública tras el putsch arrepintiéndose, ni pidiendo perdón por su fatídica falta de visión, petulancia e irresponsabilidad por poner a criminales y aventureros en puestos clave y por no escuchar las numerosas advertencias del peligro inminente. En vez de ello eligió contar una emotiva narración de su penosa prueba y la de su familia durante los tres días que estuvo bajo arresto domiciliario en la costa de Crimea.

Cosas peores nos esperaban. Gorbachov se dedicó, una vez más, a una retórica vacía sobre su compromiso con el socialismo y sus planes de reformar el partido comunista. Incluso empezó a pedir perdón para escorias políticas como Anatoli Lukiánov, quien, aunque no participó directamente en la conspiración (lo que yo, francamente, dudo), hizo enormes esfuerzos los últimos años para prepararlo. Y lo que es peor, Gorbachov, aunque "temporalmente", nombró en el primer momento en puestos clave del país a aliados de los conspiradores como el general Mijaíl Moiséiev o gente próxima a la conspiración. Más tarde, bajo la presión de los medios de comunicación y la insistencia de Yeltsin, estos nombramientos fueron revocados. No, Gorbachov, aparentemente, no había vuelto a nacer, no había caído la venda de sus ojos, no se había liberado de su terrible engreimiento, nacido en gran medida de la gorbimanía occidental.

Por ello, la mayor amenaza de las reformas va a ser el mismo, Gorbachov, precisamente el hombre a cuyo nombre está asociado el comienzo de aquellas reformas. Me refiero a sus intentos -y sus primeros pasos han dado esa impresión- de apartar de toda responsabilidad a algunos de los artífices del golpe, de mantener a muchos de los que no querían y no podían avanzar hacia la renovación democrática del país y de rescatar su vieja línea política de dudas sin fin y de compromisos sin principios, que está ligada al deslizamiento del país hacia el colapso económico y la catástrofe política.

Por todas estas razones, el presidente soviético debe estar deseando pelearse otra vez con sus aliados naturales en la perestroika y cerrar filas con los enemigos de ésta. Tengo la creciente sospecha de que su coqueteo sin fin con los generales reaccionarios, viciados burócratas del partido y reaccionarios de toda estirpe no es sólo una debilidad o un error, sino algo que necesita para contrapesar a los demócratas, que son los más resueltos partidarios de las reformas y los que parece que más asustan a Gorbachov. Hoy me encuentro con la sensación de que temo sobre todo a Gorbachov, con todas sus debilidades y omisiones.

En fin, ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Quitar a Gorbachov? No. Bajo ninguna circunstancia, no. Por ahora no hay nadie .que pueda ocupar el puesto que él. ocupa, y no nos podemos permitir el lujo de procesos largos y dolorosos de cambios de presidente. Gorbachov debe seguir, pero hay que hacer que se quite la venda de los ojos, comprenda las verdaderas lecciones de los trágicos acontecimientos que hemos pasado y actúe del modo que requieren los tiempos.

Por supuesto, eso depende de nosotros; sólo nosotros podemos hacerlo. ¿Puede ayudar Occidente? Sí que puede, acabando con la gorbimanía y prestando más atención, entre otras cosas, al grave asunto de la ayuda a la Unión Soviética y a las opiniones de aquellos que en estos días de arreglo de cuentas se convirtieron en los verdaderos líderes del país y de la reforma democrática.

Permítanme nombrarlos, por si acaso hay dudas: Borís Yeltsin, por supuesto, el principal héroe de estos cinco días de agosto; el primer ministro ruso, Iván Silayev; Ruslan Jasbulatov, presidente en funciones del Parlamento Ruso; el ex consejero de Gorbachov Alexandr YákovIev; el ex ministro de Exteriores soviético Edvard Shevardnadze; el vicepresidente de la República Rusa, Alexandr Rutskoi; VIadímir Lukin, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Parlamento ruso; Guennadi Burbulis, secretario de Estado del Gobierno ruso, y el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Andréi Kozyrev.

Y que Occidente ayude, en vez de entorpecer, con políticas exteriores de desmilitarización de la URSS. Porque si quedara alguna duda sobre si el monstruo del militarismo estaba fuera de control, y es de este monstruo de Frankenstein de donde viene la mayor amenaza en estos últimos días, estas dudas deberían haber quedado despejadas con los acontecimientos de agosto.

Gueorgui Arbátov es director del Instituto de Estados Unidos y Canadá de Moscú.

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