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Fabricando enemigos

Ea, ya está dicho. La idea aleteaba, desde hace un par de años, por entre los miembros del establishment político-intelectual europeo, pero tenía que ser Fernando Savater, con la audacia que le caracteriza, quien se atreviese a darle la formulación más contundente y rotunda. Puesto en jarras en medio de ese ágora de papel que son las páginas de opinión de EL PAÍS, lanzó el pasado 4 de agosto su grito de alarma: "El nacionalismo es como el sida"; se trata, pues -la deducción es fácil-, de la peste política de finales del siglo XX.Iridudablemente efectista en su conclusión, el análisis del profesor Savater no tiene -insisto- nada original. Incluso los adjetivos que utilizaba para denostar ese hervor nacionalista que agita a Europa (tribal, oscurantista, atrabiliario, demagógico ... ) pertenecen a lo más clásico de la letanía semántica con la que, de un tiempo a esta parte, políticos, editorialistas y pensadores varios tratan de criminalizar la erupción de problemas nacionales que, en el Este eurepeo, dejó al descubierto la desprendida costra del socialismo real. ¿Por qué? Tal vez, entre otras razones, para proporcionar al desvaído progresismo, a la perpleja izquierda occidental un adversario asequible y, al misino tiempo, orientador en estos tiempos cambiantes, un sustituto de aquellos viejos demonios que se llamaron burguesía, reacción, derecha o imperialismo. "El nacionalismo: he ahí al enemigo. ¡Progresistas, a por él!", podría ser el eslogan ideológico de la presente y de la próxima temporada. Pero atención, no cualquier nacionalismo; tan sólo el nacionalismo disgregador. El otro, el que Savater llama, con delicioso eufemismo, "la mentalidad nacionalista de los Estados ya constituidos", ése no ha roto un plato y supone apenas una traba menor en el proceso de la unidad europea.

Me queda la duda, sin embargo, de si las preocupaciones de Fernando Savater discurren por un plano puramente intelectual y teórico, o se mueven, más bien, en el terreno de la política concreta, española por más señas; en cuyo caso habría que emparentar sus temores con los del ínclito Julio Anguita cuando desaconsejó, hace unas semanas, el reconocimiento de Eslovenia y Croacia por lo que ello pudiera tener de legitimador de futuras demandas autodeterministas vascas o catalanas.

Porque, en efecto, lo que de verdad parece inquietar al ilustre articulista no son las crisis balcánica o báltica en cuanto tales, sino "la admiración retórica", el "arrobo teñido de fervor mimético" que ante dichos sucesos cree observar entre "diversos líderes nacionalistas de nuestro Estado", y que se le antojan expresiones de una patología suicida, autodestructiva. Pues bien, como no soy líder de nada, ignoro si mis argumentos tendrán valor para tranquilizar al señor Savater, pero me gustaría intentarlo explicándole -y con él, a los lectores- qué es lo que, desde una sensibilidad nacionalista y democrática catalana, interesa y admira de los procesos independentistas del Báltico y del Adriático.

En primer lugar, cuanto tienen de triunfo de la libertad, de victoria de la ciudadanía sobre el totalitarismo. ¿Acaso no nos conmovimos todos, a finales de 1989, ante la marea popular que derribó el muro de Berlín, ante el éxito de la revolución de terciopelo en Praga, incluso ante la sangrienta revuelta que acabó con Ceausescu, aun cuando previéramos para alemanes, checoslovacos y rumanos dolorosos reajustes políticos y económicos? ¿Qué razón hay entonces para hacer ascos a las ejemplares movilizaciones cívicas, a los impecables referendos y votaciones que precedieron, en Vilna o Liubliana, a las declaraciones de independencia? ¿Que suscitan problemas? Desde luego: la democracia ha sido siempre el más complicado de los sistemas políticos.

Por otra parte, para cualquier europeo educado en la cultura de la diferencia y comprometido con los derechos humanos -tanto individuales como colectivos- ha de resultar reconfortante descubrir que, pese a medio siglo de represión, desarticulación social y migraciones forzosas, naciones tan pequeñas como Estonia o Letonia han conseguido mantener su identidad, su cohesión, su voluntad de ser. Y que esa voluntad desacraliza y resquebraja un statu quo cimentado sobre bases tan ejemplarmente éticas como el pacto Ribbentrop-Molotov de 1939...

Queda, en fin, el asunto del "fervor mimético". No dudo que, en Cataluña o en Euskadi, haya quienes quisieran seguir mañana los pasos de Eslovenia, como hay quienes propugnan la nacionalización de la banca... A otros, en cambio, nos basta comprobar que la arquitectura política de Europa no está petrificada ni es inmutable, y que los derechos de los pueblos van dejando de ser asunto interno de los Estados. Por lo que respecta al futuro, a la voluntad democrátIca de las próximas generaciones toca decidirlo.

Que don Fernando Savater no comparta estos puntos de vista me sorprende poco. Lamento, sin embargo, que para defender sus tesis recurra a argumento tan burdo y reaccionario como el de insinuar que en el fondo de todos esos afanes nacionalistas no hay más que un problema de nuevas élites políticas a la caza de su parcela de poder. Y encuentro injusto que eche en la cuenta del virus nacionalista el descrédito del modelo federal, cuando el que ha naufragado es sólo el federalismo cosmético- tecnocrático, el que regía supuestamente la URSS o Yugoslavia y el que algunos dirigentes del PSOE quisieran implantar en España. El federalismo de verdad, el igualitario, el que parte de la soberanía de los socios, goza de excelente salud; los suizos acaban de conmemorar su 700º aniversario.

En cuanto a la sangre derramada, cada muerte violenta es una pérdida irreparable, por descontado. Pero el nacionalismo disgregador tendría que ser mil veces más desastroso de lo que supone Savater, y aun así no emularía la capacidad mortífera y destructora de ideologías hasta ayer tan veneradas y hoy tan alegremente absueltas como el comunismo. Además, y por el momento, en el obituario que nos llega del Báltico y los Balcanes, los nacionalismos disgregadores han puesto casi todas las víctimas, mientras los ilustrados federalistas de Moscú y Belgrado vienen aportando el grueso de los verdugos. No sé si este pequeño matiz tiene algún significado para un catedrático de ética.

Joan B. Culla i Clará es profesor de Historia Contemporánea.

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