Fugarse a Zaragoza
El amigo mayor, mundano, lo decía: "Si un día haces una conquista y tenéis que esconderos del novio, de una esposa o simplemente de la curiosidad y la rutina, la solución está en fugarse a Zaragoza". Como este amigo tiene boca de risa y sus boutades orales y hasta escritas causan la hilaridad que sólo la ficción es capaz de conseguir, nunca me tomé en serio la proposición, quizá porque tampoco tuve la ocasión de conquistar a nadie tan fungible como para fugable. Zaragoza seguía siendo para mi ciudad de paso, como Albacete o Zumárraga, siempre en el quicio de un destino señalado: un nombre bajo la marquesina del andén, difícilmente leído al limpiar con el puño de la camisa el vaho de las ventanillas.Hasta que un día también, yo fui feliz y me fugué a Zaragoza.
¿Fue una fuga como las de antaño, con cita en el bar de la estación y maletín de camuflaje y rostros embozados por las solapas de un gabán? No voy a fantasear. Aquello no pasó de un dirty weekend, pues mi acompañante y yo nos fuimos con billetes de vuelta, reserva confirmada en el hotel y voluntad de regresar el lunes a los hogares respectivos. Pero entendí a mi amigo mayor y le di la razón.
Uno tiene sobre los aragoneses los prejuicios de rigor; ni más ni menos de los que el madrileño tiene respecto al gallego o el resto (le la humanidad con los que nacimos valencianos. Lo que sucede es que el prejuicio sobre Ios oriundos de Aragón es más infame, porque no está fundado en la imputación de avaricia (catalanes), sinvergonzonería (andaluces) o rudeza (vascos), sino en la creencia firme de su cerrilidad y su sandez. Con la característica crueldad de sus observaciones, ya en mil ochocientos treinta y tantos escribía el acidulado viajero inglés Richard Ford que "Aragón, provincia desagradable, está habitada por un pueblo desagradable, gente tan dura de mollera, de corazón y de intestinos como las rocas de los mismos Pirineos, y por lo que se refiere a tenaces prejuicios graníticos no hay ciudad como Zaragoza".
Parecería que la historia y el instinto popular se empeñaron en perpetuar esos juicios; desde el ingenio mostrado por el autor de una letra de jota como ésta: "Son tus brazos tan hermosos / que parecen dos morcillas. / De aquellas que están colgadas / el invierno en las cocinas", hasta la cruda sanguinolencia de las más geniales bromas cinematográficas de Luis Buñuel, todo aparenta indicar que nos hallamos ante un pueblo que ha absorbido lo más áspero y pétreo de sus vecinos del Noroeste sin tomar a cambio ninguno de los rasgos de alacridad fenicia y liviana elegancia de los que le limitan por el Mediterráneo. Un pueblo recio y árido, marcado geológicamente por el páramo de los Monegros o las escarpaduras del Moncayo y definido acústicamente por el tambor inacabable de los Viernes Santos de Calanda o Hijar, y en el que la muerte y la fe son su mayor presencia y potencia, en palabras del conspicuo aragonés Buñuel, quien en sus memorias titulaba precisamente Recuerdos de la Edad Media el capítulo dedicado a rememorar su infancia turolense y zaragozana, describiendo pueblos y ámbitos por los que el progreso "pasaba de largo, como las nubes".
La ciudad a la que yo llegué en aquel fin de semana sucio elevado a la categoría de fuga no era, sin embargo, la urbe "monótona, sombría y anticuada" de Ford, ni ahora, a pesar de que la recorro en una mera y bastante más limpia escapada, me lo parece tampoco. Se trata, por el contrario, de una ciudad vistosa y animada, de escala aún humana en su considerable tamaño, golfa hasta rozar lo canalla, y que en los últimos tiempos ha sabido acrecentar sus atractivos diurnos.
Porque Zaragoza sabe apagar la sed de bien que el fugado siempre siente una vez que, colmada la ansiedad de mal entre las sábanas del hotel, decide salir a la luz del día, a la luz del arte, al reflejo de las fachadas con rostro ajeno. Esa mala conciencia del pecado pueden calmarla los piadosos en la iglesia: Zaragoza tiene vanas de renombre, aunque naturalmente la expiación más meritoria se conseguirá en la Basílica del Pilar, un edificio muy escenográfico. En lontananza, su silueta grandiosa no deja de resultar dramática, cualquiera que sea el ángulo desde el que uno se vaya aproximando. Y tampoco se pierde la ilusión escénica de cerca, ni siquiera observándola desde su gran plaza, ahora incongruentemente magnificada, en un pobre remedo del "estilo Mitterrand", con la fuente-tobogán y el semi-piramidón de vidrio. Pero el milagro es que la fuerza de sus efectos de tramoya se preserva en el interior, donde las manos sucesivas (dos de ellas las de Goya) han conseguido hacer de ese "cuadrilongo espaciosísimo" que describiera Ponz, un conjunto de sorpresas, amenidad y misterio.
Arte
Purgaciones menos rigurosas pueden encontrarse en la ciudad visitando tres de sus excelentes museos. En primer lugar, el de Zaragoza, donde el recién adquirido lienzo de Goya San Luis Gonzaga meditando ante un crucifijo valdría, por sí solo, la pena, aunque en los corredores del patio, mal colgados y mal Iluminados, se puedan descubrir estupendos artistas de los años treinta, como Berdejo, o a los surrealistas del grupo zaragozano animado por Seral y Casas, y el más inteligente de los hermanos Buñuel, Alfonso. Después, el Camón Aznar, instalado en un precioso palacio renacentista abigarrado y lleno de perlas, incluyendo alguna de demasiado alegre atribución, y el Gargallo, prototipo de un moderno y eficaz concepto de museo monográfico que empieza a llegar a España.
Si el viajero aún no ha saciado su apetito de compensaciones diurnas puede extender la rica ración de goyas de la capital aventurándose en la cercana cartuja de Aula Del. Y no es hipérbole: para acceder a este silencioso lugar no basta con demostrar la hombría. Los monjes impiden entrar en su recinto a las mujeres, pero hay que ser muy hombre para hacer el intrincado recorrido sin saber -pues el teléfono cartujo no responde a llamadas de la humana carne exterior, ni Turismo asegura el horario de los dos únicos días de visita- si al final se podrá ver el goloso objeto del viaje.
A las tres en punto de una tórrida tarde de jullo penetré yo, dejando a mi sufrida conductora a la escucha por radio de los Héroes del silencio, "dentro de la grandeza de este claustro", y fui guiado por el hermano a través de un jardín "dondea las plantas sirven de vallado / las afeitadas murtas, / y a la vista parece / cada cuadro un país iluminado / donde grato el abril siempre florece". El caballero navarro Dicastillo no imaginaba, cuando cantó en barroco verso el entorno al que se retiró abandonando las vanidades del mundo, que siglos después las paredes de su iglesia las iluminaría Goya con unos cuadros murales que son de lo más inquietante y hermoso que pintó el artista.
Aventura, fuga y escapada. Nos falta la excursión. Todo Aragón es una tentación para los que, como yo, tienen alma excursionista. Y sin dejar, en esta primera etapa, la provincia de Zaragoza, al viajero se le presenta un auténtico empacho de oportunidades, sin contar, claro, el Monasterio de Piedra, visitado sólo por catalanes. Si el rumbo es norte, las Cinco Villas, crecientes en interés a medida que se sube, muestran al final de su línea quebrada la maravilla agreste y un poco fúnebre del pueblo de Uncastillo y el más sereno conjunto de Sos del Rey Católico, con su oportuno parador. Si se va al oeste, por la ruta del Moncayo, Boria y Tarazona son paradas en el camino de ese must inexcusable que es el monasterio de Veruela, con la más bella iglesia cisterciense que yo conozca.
Excursiones que no deben impedir un regreso a tiempo. Queda la noche, como bien dejó dicho la novelista zaragozana del momento. Si bien Zaragoza ofrece, en otro de sus rasgos de Finura, la posibilidad de un cabaré de après-midi, con la gloriosa sesión de las tres de la tarde en el Plata, ese mismo local del barrio de copas del Tubo, junto con el más adocenado pero también histórico Oasis, tienen que ser inicio de una noche sin fin. La bizarra musiquilla de los tres esforzados veteranos -piano, saxo y batería del Plata y el arte incomparable de América Imperio o Alma Cardenal en el Oasis son el contraste idóneo -pues no olvidemos que quien escapa busca los extremos- para explorar después las doradas catacumbas de las que salieron personajes tan interesantes del pop nacional como Santiago Auscrón y su Radio Futura, Quique Buribury y sus Héroes del Silencio, cantautores como Labordeta o Ángel Petisme, y donde hoy suenan con promesa grupos como Los Chicos del Brasil y Días de Vino y Rosas, que quizá nos quieran recordar, con sus nombres de cinefilia, que viajamos por la región más peliculera de España: la cuna no sólo del gran sordo de Calanda, sino de Saura y Borau, Chomón y Florián Rey, Artero, Forqué y esa indiscutible primera figura del cine underground español que fue el fallecido J. A. Maenza.
Mañana: Aragón
Las ruinas del cielo
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