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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Juicio limitado

EL JUICIO oral sobre el llamado caso Amedo, que tiene que estar abierto per se a la verificación de todas las hipótesis apuntadas en la instrucción del proceso, parece a veces discurrir por cauces determinados de antemano que constriñen la necesaria libertad de defensa y desnaturalizan el debate tendente a establecer la verdad de los hechos. La vista se desarrolla con las limitaciones propias de una causa en la que el propio tribunal ha consentido la exclusión de su punto neurálgico: el uso o, no, de los fondos reservados del Ministerio del Interior para financiar los presuntos actos delictivos de los acusados y, posiblemente, los atribuidos a los Grupos Antíterroristas de Liberación (GAL). Pero, aun con esta limitación -aceptada en su día por el tribunal instructor de la causa, pero que no debería condicionar la labor del tribunal que la juzga-, cabía esperar que el juicio se ajustara a las normas procesales vigentes y permitiera dilucidar la implicación, o no, de los dos policías que se sientan en el banquillo.No está siendo así. Al presidente del tribunal, el magistrado José Antonio Jiménez Alfaro, se le empezó a escapar el juicio de las manos cuando en las primeras sesiones dio la impresión de aceptar que Amedo, uno de los acusados, colaborara con él en la dirección de la vista. Por si fuera poco, permitió a la defensa el retraso, con excusas poco consistentes, de la presencia ante la sala de dos testigos esenciales: las dos ex amantes de los procesados. Pero lo peor, al menos hasta ahora, ha sido la tolerancia del presidente ante la negativa a contestar de algunos testigos -desde mandos policiales a miembros del Gobierno- a preguntas formuladas por los acusadores particulares y consideradas pertinentes por el tribunal.

El artículo 716 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal obliga a imponer "en el acto" una multa al testigo que se niegue a declarar y, si persiste en su negativa, a proceder contra él "como autor del delito de desobediencia grave a la autoridad". Y no es causa justificativa del silencio de los testigos "la invocación a órdenes superiores o a razones de Estado", como ha recordado la asociación Jueces para la Democracia. La alegación del secreto de los funcionarios, avalada por el fiscal -poco activo, en cambio, en su función acusadora- y equiparada por el presidente del tribunal con el secreto de los periodistas, sólo sirve para confundir un secreto protegido constitucionalmente como correlato del derecho fundamental a la información con las excusas de quienes, ante la pertinencia de la pregunta, tienen obligación de responder.

Esta actuación del presidente de la sala le ha restado la autoridad suficiente para neutralizar las reiteraciones de los acusadores particulares y populares, empeñados en convertir la vista actual en un proceso global contra los GAL y contra el terrorismo de Estado. El riesgo para las acusaciones es que, por querer abarcar tanto, a lo peor aprieten poco en lo que realmente se juzga. Con ello, la impecable investigación del juez Garzón podría no conducir a una sentencia coherente con la misma, y no sólo por la sobreprotección presidencial a los testigos de Interior, sino también por la ambición acusadora.

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Otra amenaza que se cierne sobre esta causa procede de los obstáculos que se han ido sembrando para impedir la comparecencia ante la sala de los testigos fundamentales. No dejaría de ser paradójico que el tribunal prescindiera en su sentencia de las pruebas practicadas durante la instrucción sumarial por estimar que no habían sido suficientes para desvirtuar, en la vista oral, la presunción de inocencia que ampara a los procesados. Tal decisión sería, probablemente, inútil en el posible recurso de casación ante el Supremo, porque la prueba preconstituida durante el sumario adquiere toda su validez cuando los testigos de cargo no la han desvirtuado en el juicio oral. Pero podría poner mientras tanto en la calle a los dos policías que se sientan en el banquillo.

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