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Por el Cañón de los Héroes

"¿Habrá visto Sadam Husein en televisión este desfile realizado en su honor?"

Manuel Vicent

Tal vez los norteamericanos sólo han hecho la guerra del Golfo para que un gran desfile de la victoria se pudiera celebrar en Nueva York. Un veterano de Vietnam recuerda que al bajar del barco en San Diego, con el cuerpo cercenado, uno de aquellos hippies de mierda le escupió en la cara. Este viejo soldado que hoy no desfilaba porque es banquero aún salta de la cama de noche despavorido entre sueños cuando oye un ruido extraño, y cuenta que su cerebro está todavía poblado de niños muertos bajo un gas naranja cuyo hedor no ha logrado ahuyentar. Un sentimiento de derrota, muy difícil de deslindar de la culpa, marcó a una generación de norteamericanos. Los pacifistas de entonces, jóvenes de cabellera florida, pusieron de moda los andrajos de guerrero vencido o desertor y nada había más apreciado en pañería que los uniformes de teniente raídos. En cambio, estos días los escaparates de Sacks, almacenes de lujo en la Quinta Avenida, se adornan con grandes fotografías de chicos y chicas que van de soldados guapísimos luciendo guerreras, chalecos antibalas, cascos militares, botas de media caña, metralletas que son prolongación de sus maravillosos músculos, cananas o cartucheras que cruzan el pecho femenino como los más refinados sostenes de encaje. Se lleva el color arena de desierto, que es la ,exquisita tonalidad de los vencedores. Se hace el amor a contraluz en un crepúsculo sobre las dunas con el cañón recortado en la pasta solar.La fiesta de la guerra

No fue una guerra lo que se libró en el Golfo, sino un gran festival bélico, un enorme concierto musical con todo el arsenal de bombas, y este desfile ha sido la segunda parte de aquella fastuosa representación. Por el Cañon de los Héroes, que forma Broadway desde Battery Park al City Hall atravesando el corazón financiero de Wall Street, pasaron un día Lindberg, MacArthur y el astronauta Glenn. Ahora desfilaba un ejército de soldados y civiles, cientos de banderas, armamento y comparsas bajo 10.000 libras de confeti y 6.000 toneladas de serpentinas. Antes ha sido necesario crear a un enemigo mundial número uno, satanizarlo, venderlo a gran precio a la opinión pública, bombardear a un pueblo cuya situación en el mapa el público ignora, para que las tropas norteamericanas marchen victoriosamente sobre un increíble montón de papeles que son facturas, albaranes, apuntes contables, listados que vomitan los ordenadores. Los muertos de Irak no existen. Nadie aquí ha hablado nunca de ellos.

Por el pavimento basáltico de la vía Apia regresaban a Roma las legiones vencedoras con los centuriones montados en cuadrigas de bronce y los caballos llevaban las pezuñas en carne viva después de la victoria. Pasaban los fascios, lictores, estandartes seguidos de cargamentos de oro y especias, levas de esclavos, jaulas con leones, rinocerontes, búfalos y otras fieras exóticas que alimentaban el circo, y cerraba el cortejo toda clase de monos y serpientes de veneno muy apreciado. La vía Apia es esta milla de Broadway. Atravesando el aullido de la multitud y la espesa lluvia de papeles pasaban las legiones de soldados, todos mercenarios excepto los 16 españoles que eran de reemplazo, pero no se veía a los esclavos. Abría la marcha una batería de hermosos caballos de acero que son las Harley Davison de la policía, entre alaridos de las sirenas, y luego fluían algunos sarcófagos con próceres mascando chicle dentro. Y enseguida aparecieron en coches descubiertos los protagonistas de esta aventura sentados en los salpicaderos de atrás en compañía de sus mujeres. Cheney, Powell y después el Gran Oso Schwarzkopf` con los brazos abiertos hacia la cúspide de los rascacielos detrás de cuyas paredes de cristal ahumado había un millón de fantasmas aplaudiendo. Este trío de héroes discurría bajo un bloque de guardaespaldas y una nube de cotizaciones de bolsa desde el cielo los coronaba. La plebe los aclama, pero aúlla aún más cuando pasa el misil Patriot de color naranja, esbelto como un pensamiento del mal, poseído por la belleza de un arcángel. La plebe agitaba las banderas, besaba a los soldados, reventaba de placer ante las armas.

El patriotismo de este país se alimenta de la antigua moral de los pioneros, del espíritu de empresa libre, de la posibilidad de un consumo sin final. Resulta muy difícil comprender el mundo de hoy sin haber presenciado este desfile de Broadway, pero al mismo tiempo el haber asistido a esta explosión de gloria es igualmente la forma más directa de quedar ya sin entender nada.

¿Qué significa el grito de un intelectual? ¿Qué valor tiene el silencio? Dentro de esta formidable marea de patriotismo los pacifistas hoy sólo eran extraterrestes o más extraños todavía. En la esquina de Barclay Street había algunos con una pancarta. Parecían seres de Ganimedes, de una marginalidad patética, ignorados o escupidos, que ni siquiera habían logrado dar una nota de color entre un millón de cámaras y otro millón de pistolas que los policías lucían.

Este espectáculo marcial de Broadway puede considerarse también como una apología del terrorismo a escala planetaria, si bien estos niños dulces que lo contemplaban sólo veían héroes de carne y hueso escapados del televisor. Los muertos ni siquiera son cifras. Una felicidad patriótica los ha ahogado. Pasaban los soldados. Ellos habían vencido a Satán y nadie entre la multitud parecía pensar en la muerte sino sólo en la gloria, que no se distinguía de una fiesta de carnaval, cuya orgía estaba compuesta de banderas de plástico, chapas, escarapelas, coronas de la estatua de la Libertad en goma espuma, todo a dólar la pieza, mercancía que pregonaban junto con perritos calientes los buhoneros de la libertad sobre las vallas de la policía. Grandes lazos amarillos pendían de los rascacielos como signo del triunfo y en las farolas de la vía Apia estaban colgados los carteles con el nombre de cada patrocinador de oro que había sufragado el desfile, de modo que era imposible separar las marcas o anuncios comerciales del estandarte de las legiones, la razón social de las corporaciones y el heroísmo de los soldados. Todo es privado. Todo es de consumo interior. El resto del mundo no existe.

La parada militar en Nueva York ha coronado la Operación Retorno con 150 víctimas propias contra 250.000 muertos extraños. Antes las tropas desfilaron en Hollywood, feliz Estado de California donde la gente nace ya bronceada. Allí algunos actores y actrices famosos se uncieron al carro de Marte con sus cartílagos transparentes; después el Gran Oso Schwarzkopf pasó por Disneylandia para ser adorado, besado, cabalgado por los niños. Hubo otro desfile en Washington. En una pecera antibalas, en mangas de camisa, el presidente Gerge Bush lo contempló mascando un chicle con un nieto en brazos.

'Hacer un trabajo'

Hacer un trabajo llaman los norteamericanos a hacer la guerra. La gente está orgullosa aquí de sus soldados y los felicitan porque han realizado un buen trabajo, pero ha habido que poner en el asador la carne de 250.000 muertos para poder celebrar esta orgía neoyorquina.

Pasaban las banderas y soldados de 40 naciones, entre ellas docena y media de guardiamarinas españoles de la Descubierta. Habría sido mucho mejor que hubieran ido a visitar la Biblioteca del Congreso, pero España dentro de esta parada militar ha llegado a Broadway como todos los demás, para enaltecer al César e implorar después sus favores.

Mientras esto sucedía en Nueva York, tal vez el demonio estaba en Bagdad tomando el té con dátiles azucarados. ¿Habrá visto Sadam Husein en televisión este desfile realizado en su honor? Ningún déspota en la historia de la humanidad ha tenido su ego tan bien alimentado, aunque en Nueva York nadie pensaba en ese tirano sino en la gloria militar en sí misma como alimento de las almas modernas.

Hubo un festival bélico bautizado con el nombre de Tormenta del Desierto. Fue un espectáculo musical con muchas bombas. Pero la segunda parte de esa gran ficción teatral ha sido una sesión de psicoanálisis para sacudirse de encima el trauma de Vietnam. Entonces el tigre no alcanzó el orgasmo. Ahora, finalmente, con este desfile en Nueva York ha reventado de placer.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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