Una tarde divertida
Bayones / Cavazos, Lozano, Ponce
Toros de Los Bayones, bien presentados, poderosos en varas -tres derribaron y uno hirió a un caballo-, aunque flojos de patas; 2º (inválido), 3º y 4º bravos, resto mansos, 5º condenado a banderillas negras.
Eloy Cavazos: bajonazo descarado (división y sale a saludar); media perdiendo la muleta (oreja protestada). Fernando Lozano: cuatro pinchazos -aviso- otro pinchazo y dos descabellos (pitos); estocada (silencio). Enrique Ponce: estocada caída (oreja); estocada corta ladeada (aplausos).
Plaza de Las Ventas, 1 de junio. 23ª corrida de feria. Lleno de "no hay billetes".
La afición lo pasó bien, hubo quien se divirtió de lo lindo y aunque se hizo noche cerrada porque la corrida duró muchísimo, nadie tenía prisa por abandonar la plaza. Bueno, sí: unos cuantos espectadores, aún no empezaba a perfilarse Enrique Ponce ante el sexto para marcarle los tiempos del volapié, ya estaban precipitándose a las puertas de salida, molestando a todo el mundo y perturbando el buen orden de la lidia. Pero eso ocurre lodas las tardes, ante la permisividad de algunos agentes de la autoridad, que deben de estar puestos allí por el ayuntamiento, y la intransigencia de otros que saben cumplir con su deber. A estos les,aplaude el público, y se nota que les complace, pues luego pueden ir a casa y decirles a la mujer y alos niños: "¡Menuda tarde de toros he dado hoy!"Muchos días de feria las mayores ovaciones fueron para estos guardias, o para Florito el maestro cabestrero, o para una señora que lucía su escote (y en el escote, sus triunfos), y en general para cualquier cosa, ninguna que sucediera en el ruedo. Si en el ruedo los toros eran de pasta chotuna, y los diestros, siniestros, y el toreo, plúmbeo, qué demonios iba a aplaudir el público de cuanto aconteciera allí. En cambio llegó esta corrida, sobre el papel una de tantas, y los aconteceres de la lidia provocaron diversión y encontradas emociones.
Salieron toros bravos y también salieron mansos pero, en cualquier caso, toros encastados, ningúno de pasta chotuna. Esa fue el fundamento de la la diversión y las emociones encontradas. Para que no faltara de nada, entre los toros bravos los hubo bravísimos que, crecidos al castlgo, se encelaban en el caballo y ni con menudeo de quites, revuelo de capotes, coleos persistentes abandonaban su presa. Entre los toros mansos los hubo mansísimos, de esos que corretean por todo el redondel, lo circundan pegados a tablas, rebrincan al sentir la mordedura de la puya aviesa, y uno fue castigado a banderillas negras por su mala cabeza.
Los bravos tenían poder, zarandeaban cabalgaduras, las derribaban con estrépito, lanzando picadores por los aires. En una de esas, el picador Mejorcito cayó, y fue como si cayera desde la marquesina del Palace, pero tuvo suerte porque amortiguó el batacazo el propio toro, en cuyos muelles morcillos aterrizó de posaderas. Un toro encelado pegó un tremendo cornadón en la grupa a un inocente caballo y, claro, ese incidente no dio gusto a nadie; antes al contrario compunjió al personal y un alma caritativa (caritativa y rubia, por más señas) quería bajar a consolar al caballo.
Y hubo toreo, se dice pronto. En algunos momentos, excelente toreo, que hizo atronar los olés con ese crujido hondo que es característico en Las Ventas cuando la afición eleva a la categoría de acontecimiento el toreo bueno. La faena de Enrique Ponce, vista, tuvo sobre todo el aroma de la torería; y, oida, consistió en un examen de grado, donde cada olé era la nota que el examinador ponía al examinando. Y unas veces debía ser un 10, pues sonaba estruendoso; otras, un cinco pelado, pues se decía a media voz; o en un susurro, o más largo, o más corto, según, siempre ajustado a la calidad precisa de cada pase concreto. No hay en el mundo afición que matice tanto sus olés como la madrileña; por eso es cátedra.
Si algún reparo podría ponerse a la faena de Enrique Ponce, sería que se echó la muleta a la izquierda cuando el toro ya tenía casi agotada su embestida. Los derechazos, sin embargo, poseyeron enjundia porque daba distancia, cargó la suerte, y abrochó las series con pases de pecho ceflidos, más una armoniosa teoría de trincherillas torerísimas.
Eloy Cavazos contribuyó a la diversión toreando con alegría. Dios le bendiga por eso. En época de toreros aburridos, de toreros que confunden la grandeza del arte de torear con darse ínfulas -y acaban siendo bastante horteras, los pobres- era un gozo ver al veterano mexicanito, chiquito pero matón, alegrando la embestida del toro, llamándole de usted -"¡Ándele no más!", decía-, y con la sonrisa en los labios, sin necesidad de poner cara de drama, ni fingir tentativas de suicidio, iba y le enjaretaba redondos, ligándolos sin perder ni un milímetro de terreno, que es como se hace el buen toreo.
Cavazos tuvo un primer torazo con genio al que sacó derechazos con valor y buena técnica muletera. Ponce, un sexto toro que se quedaba corto y no le pudo cuajar faena, pese a sus muchos intentos. Fernando Lozano pegó pases desangelados a un inválido pastueñito y con un toraco condenado a banderillas negras, no se atrevió. Esa fue la parte menos divertida de la corrida, claro. Aunque tuvo su ángel, porque era como siempre fueron las corridas de toros: malas o buenas, transcurrían con amenidad y fundamento, provocando diversión y encontradas emociones.
Babelia
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