La asombrosa Kiri Te Kanawa
Pocas veces se ha esperado la presencia de un artista con un interés expectante comparable al despertado por Kiri Te Kanawa. El público, incluso el que carece de demasiadas noticias sobre el ir y venir de la vida musical, posee una rara sensibilidad, un cierto olfato canino, con el que percibe lo que va a ser sensacional. Así sucedió en este caso, pues Kiri Te Kanawa es rigurosamente una sensación.En el archivo de mis mejores recuerdos musicales guardo, como memoria preciosa, el "descubrimiento" de Kiri en Las bodas de Fígaro parisienses o en la Micaela de Carmen. Desde Victoria de los Ángeles quizá no me sentí ante la pura musicalidad hasta escuchar a la cantante neozelandesa. Y me parece gran homenaje del Teatro Lírico Nacional a Mozart esta gala de Kiri Te Kanawa, y no porque su recital estuviera consagrado al gran salzburgués, sino porque siempre gustó la cantante de afirmar: "Al contacto de Mozart se aprende todo, en lo vocal y en lo musical. Volver a Mozart es un poco como reencontrarse a sí misma".
Gala de la ópera
Recital de Kiri Te Kanawa (soprano). R. Vignoles (piano). Obras de Mozart, Ravel, Liszt, Strauss, Massenet y Charpentier. Auditorio Nacional. Madrid. 30 de mayo.
Con Mozart dio comienzo el concierto en el acústicamente cruel teatro de la Zarzuela. La "cantata pedagógica" Die ihr des unermesslichen Schüpfer, K. 619, (Los que del inmensurable universo), escrita sobre texto y por encargo de Franz Heinrich Ziegenhagen, "francmasón y amigo de la naturaleza", para incluirla en su obra Doctrina de la justa relación entre las obras de creación y la consecución de la felicidad general para la humanidad, publicada en Hamburgo al año siguiente de la muerte de Mozart, o sea, en 1792. Es obra terminal de Wolfgang Amadeus y se mueve en el círculo estilístico que definen La flauta mágica, por una parte, y el Ave verum, por otra. Música grave e intensa, de naturaleza y color dramáticos, nos llegó, en la voz y en el arte de Te Kanawa con propiedad, pero sin exceso expresivo alguno y, como todo el recital, con la colaboración excelentísima del pianista Roger Vignoles.
Gran quiebro para pasar a Mauricio Ravel -que tiene de común con Mozart la alta perfección- a través de las Cinco melodías populares griegas. Es casi imposible superar la conjunción de naturalidad y sabiduría dada por la soprano a estas pequeñas joyas, antes de abordar tres amplios, hermosos, íntimos e intensos lieder de Franz Liszt. Fue el momento de mayor dramatismo de la noche, y ante páginas como ésta resulta dificil explicarse por qué Liszt orilló el género operístico.
En Ricardo Strauss, Te Kanawa se mueve como en su propio aire. Al escuchar su manera de decir y cantar Mal tiempo, con la espléndida significación musical dada por el compositor a cada frase del texto; al oscurecer el tono y la intención para La noche del bosque; al admirar el vuelo ligero de la serenata, recibimos la impresión de que en Strauss no existió nunca el menor ánimo retórico. Quizá sea cierto en sus canciones, allí donde el compositor supo condensar lo que ante la orquesta se tornaba expansivo. Más claro: en estos lieder descubrimos la última verdad de un músico que, por diversos caminos, vino a poner el último sello a la larga etapa romántica y posromántica.
Fascinación
La fascinación de la cantante, la naturalidad de su técnica y su estilo, le permitió pasar de forma convincente al Massenet de El Cid y Manón o al Charpentier de Luisa. Si añadimos las propinas, vemos cómo la versatilidad de la intérprete se alarga para autentificar a Puccini, a Gershwin o al viejo canto popular exótico, a voz sola. Te Kanawa sabe internarnos en el secreto de cada página. En todo caso, el encanto y la elegancia, la misma que acusa en el gesto y en el vestir, constituyen en Te Kanawa valores radicales que añaden a su afectiva expresividad un algo de distanciamiento, sin el cual acaso no hay hecho artístico íntegro. Un público asombrado aclamó a Kiri Te Kanawa y le gritó su deseo de un pronto retorno.
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