Un dilema americano
Desde hace unos años, las estadísticas de las Naciones Unidas y de otros organismos internacionales vienen señalando que los alumnos de las escuelas estadounidenses se benefician de una enseñanza peor que la de otros países desarrollados, sobre todo en matemáticas, ciencias y lenguas, y que las cifras sobre mortalidad infantil y esperanza de vida son menos favorables en Estados Unidos que en otros países industrial izados ricos.Al mismo tiempo, el colapso de la economía soviética y las sorprendetes victorias diplomáticas y militares de Estados Unidos tras la invasión de Kuwait han hecho que EE UU sea, más que nunca, la más fuerte nación del mundo y el más exitoso modelo institucional del mundo contemporáneo.
Los contradictorios datos mencionados antes se reflejan claramente en el seno de Estados Unidos. La revolución de Reagan, continuada por Bush ha favorecido una expansión y unos beneficios casi constantes del sector privado de la economía nacional, y en política internacional ha restablecido la confianza en sí misma de la nación, muy baqueteada desde la guerra de Vietnam y a causa de la sensación de estar inerme ante el terrorismo internacional. Pero al mismo tiempo, incluso los estadounidenses más conservadores, duros y pragmáticos están al cabo de la calle respecto del rápido declinar del sistema educativo, de los graves defectos del sistema sanitario y las carencias en la infraestructura viaria, ferroviaria y aérea.
¿Cómo podríamos interpretar el simultáneo aumento de poder y beneficios con el declive del sistema educativo y otros índices de bienestar? En campos como el educativo y el sanitario, el bajón estadístico se debe al abandono de la mayoría no rica. Los mejores colegios son mejores que nunca, y cuando leo en The Harvard Magazine, por ejemplo, sobre las proezas intelectuales y artísticas de los estudiantes de hoy, me pregunto tímidamente a mí mismo si me admitirían hoy como me admitieron hace 50 años. Asimismo, en el campo de la sanidad, los mejores hospitales estadounidenses ofrecen la mejor atención del mundo a quien puede pagar los precios más altos del mundo y a algunos de los indigentes que son tratados sin esperanza de que paguen.
Las críticas contra la economía capitalista incortrolada se han dirigido siempre. hacia la tendencia según la cual los ricos se enriquecen cada vez más y los pobres son cada vez más pobres. El Estado de bienestar en Europa y el New Deal y el Fair Deal en Estados Unidos tenían como meta, al menos en parte, la de redistribuir la renta nacional de modo que las clases menos favorecidas, las menos capacitadas para competir individualmente en el mercado, no se hundiesen en la más negra miseria. Y tales programas no eran solamente el modo keynesiano de bombear aire durante las depresiones cíclicas del capitalismo, sino que se debían a un sentimiento de consenso responsable, a la idea de que una sociedad altamente productiva podía y debía hallar los medios para paliar la situación de sus miembros menos competitivos para que pudiesen participar en la vida económica. Los planes de obras públicas del presidente Franklin D. Roosevelt nunca podrían haber entrado en vigor si la mayoría de los votantes no hubiesen pensado que era correcto invertir dinero público en la construcción de escuelas, hospitales y oficinas de Correos, en la mejora de las carreteras y aeropuertos, en la reforestación de tierras sin árboles y en la conservación de los ríos navegables.
En la oleada de crecimiento económico sostenido que siguió a la II Guerra Mundial, la rápida expansión del sector privado redujo en gran medida la necesidad de programas de obras públicas como medio de reducir el desempleo. Pero en los años setenta, ese mismo crecimiento económico incluyó la revolución tecnológica de los ordenadores y robots, lo que representó una amenaza de dejar sin empleo cada vez, a más personas, y no sólo sin empleo, sino inempleables, en el sentido de que carecían de la instrucción necesaria para llevar a cabo las tareas económicas que exigía la nueva tecnología.
En los años ochenta, el desempleo tecnológico se hizo endémico, justo en el momento en que la revolución de Reagan estaba consolidando la confianza en sí mismas de las clases medias conservadoras, que estaban cansadas de los defraudadores del bienestar, que opinaban que las leyes de derechos civiles habían proporcionado demasiados beneficios, y demasiado pronto, a las minorías, en particular a los negros, y que pensaban además que cualquiera que se mantuviese sobrio y que quisiese trabajar podía encontrar un trabajo y un salarlo decente, y (que consideraban asimismo que el empleo en el sector público -exceptuado el militar- era fundamentalmente destructivo e ineficaz.
Esos mismos años ochenta produjeron varios millones de personas sin hogar de todas las edades y razas: personas inempleables, o personas cuyos salarios no cubren los alquileres, y sobre cuyos cuerpos uno ha de caminar en las aceras de Nueva York, una gran ciudad conocida con el más, afortunado nombre de la Gran Manzana. Esos anos produjeron varios millones de drogadictos y sólo en 1989, unos 3,75.000 crack babies, es decir, niños que nacen con síntomas de drogadicción y con diferentes grados de daños cerebrales permanentes. Las detenciones de adolescentes por parte de la policía son ahora 30 veces superiores a las efectuadas en 1950, y la población reclusa se ha duplicado en los años ochenta. Más de la mitad de los niños negros nacen de madres solteras. Los suicidios de adolescentes son hoy el doble que hace 20 años, y los asesinatos cometidos por adolescentes se han multiplicado por dos en los últimos seis años. En muchos centros de enseñanza, los profesores, tanto los de primaria como los de secundaria, despilfarran la mayor parte de sus energías en mantener el orden en las clases.
La respuesta a todo esto por parte de la aproximadamente cuarta parte de la población que ha mejorado su nivel de vida en los ochenta es trasladarse a los suburbs, a la periferia; enviar a sus hijos a centros de enseñanza privados, contratar guardas privados y/o comprar armas y perros guardianes. Al mismo tiempo, junto a la protección de sus intereses estrictamente privados, muestran una creciente actitud amoral hacia los asuntos privados y públicos. Sarcasmo ante los escándalos de los costes del Pentágono, o ante la asignación de las contratas gubernamentales, o ante el millón de dólares en bonos pagados por los ejecutivos de Drexel, Burnham y Lambert a sí mismos pocas semanas antes de que se declarasen en quiebra. Experimentación con drogas y cambio de mujeres con el Fin de producir un aumento extra de energía competitiva en las carreras entre corporaciones. Pero si estas cosas proporcionan dinero, y "no son ilegales", como dijo el fiscal general de Reagan para justificar algunas de sus propias actividades, permanezcamos fríos y conservemos nuestro sentido del humor.
Hay varias tendencias que actúan al unísono: la privatización de la prosperidad y de la responsabilidad por parte de las clases medias dominantes; la imposibilidad de emplear a un porcentaje cada vez mayor de la población; aumento de la amoralidad y, de la violencia entre todas las clases; negativa del Gobierno federal a invertir en programas sociales constructivos. El dilema no es económico, sino moral. Estados Unidos tiene la riqueza suficiente como para proporcionar la suficiente instrucción, cuidados sanitarios y viviendas. Pero las administraciones de Reagan y de Bush, instaladas en el poder gracias a los votos, han decidido que los dotados y los enérgicos deben cuidarse por sí mismos, que las minorías deben permanecer en un agradecido silencio por los grandes progresos que han realizado, y que la mayoría de los drogadictos y desempleados podrían haber evitado su suerte ("Basta decir no", dixit Nancy Reagan), y no es responsabilidad de los estadounidenses prósperos, que no están haciendo "nada ilegal", el ocuparse de ellos.
Gabriel Jackson es historiador.
Traducción: C. A. Caranci.
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