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Hospitales de lona

Siete Médicos sin Fronteras asisten a los kurdos en la frontera turca

Apenas tuvieron tiempo de preparar el equipaje. Tras una llamada telefónica solicitando su presencia, un permiso laboral arrancado a toda prisa y una despedida fulminante de las familias, siete médicos españoles de la organización Médicos sin Fronteras (MSF) se sumergieron en los campamentos de refugiados kurdos desperdigados por las montañas fronterizas entre Irak y Turquía. Ahora trabajan a destajo intentando ahuyentar a la muerte de las tiendas de campaña de los hospitales. Las jornadas, interminables, sin embargo, son llevaderas, porque diluyen la amargura. Lo peor es tener tiempo para reflexionar.

"A la una de la tarde nos llamaron al trabajo y esa misma madrugada salíamos para Turquía desde Toulouse [Francia]", recuerda Manuel Duce, un enfermero de 23 años que trabaja en el centro de la Cruz Roja de L'Hospitalet de Llogregat (Barcelona). Con él partió Antonia Alonso, una médico residente del mismo hospital.Cuando, el 17 de abril, llegaron al campamento de Cukurca -al sureste de Turquía, en plena frontera-, les esperaban 128.000 refugiados y un equipo de MSF que no llegaba a las 20 personas entre sanitarios y encargados de la logística. El hospital no era más que un par de tiendas de campaña y el viejo colegio en el que tuvieron que alojarse era un montón de escombros. "Al llegar, se nos cayó el alma a los pies. Fueron momentos terribles: tocábamos a 50 enfermos cada dos personas. No comíamos, apenas dormíamos. La gente salía llorando de las guardias de noche por el agotamiento y la impotencia", explica Manuel.

Dos semanas más tarde, el colegio ya era habitable, se habían incorporado nuevos profesionales y se había organizado un hospital completo, con seis tiendas y cinco dispensarios repartidos por el campamento. José Antonio Bastos, un médico de familia de 30 años que trabaja en un centro de salud de Madrid, llegó por entonces a Çukurca, tras haber pedido un adelanto de sus vacaciones.

El equipo, compuesto por cerca de 50 personas, pasa unas 2.000 consultas diarias. Todos trabajan 12 horas en turnos de mañana y noche. Aun así, a veces se ven desbordados. Antonia recuerda la noche en que corrió el bulo de que las botellas de agua repartidas por el Ejército turco estaban envenenadas. "Se produjo una situación de histeria colectiva. Tuvieron que subir los encargados de la logística y los soldados norteamericanos para ayudarnos. Haciamos como que les tomábamos la tensión, les mirábamos la garganta, y se iban tranquilos".

El mismo comienzo enloquecido afrontaron los cuatro barceloneses -Jaume Alsina y Ricard Montserrat, encargados de logística; Andrés Aznar, enférmero, y Jaume Borrás, médico- que forman parte del equipo internacional de MSF que atiende a los 14.0.000 refugiados del campo de Uludere, situado a dos horas de Silopi, la base de las fuerzas multinacionales.

A las nueve de la noche, todo el personal de MSF se retira al único hotel del pueblo y a las casas de los vecinos donde se alojan. "Intuimos que había toque de queda cuando, un día, al anterior logista le pasaron silbando dos balas", cuenta Jaume Alsina, de 33 años y guía de viajes. "Lo cierto es que aquí a nosotros no nos molesta nadie y nos tratan bien", apostilla Ricard, bombero de profesión.

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El personal de Uludere trabaja 13 horas al día. La atención sanitaria del campamento consta de dos consultas externas y un hospital. En los dos campamentos coinciden las enfermedades más frecuentes: diarreas y deshidratación derivadas de los problemas con el agua, malnutrición severa y, en menor medida, afecciones broncopulmonares.

Buena parte de los médicos no ha salido indemne. En Çukurca, los españoles mantienen alto el pabellón: son los únicos del equipo que aún no han padecido fiebres o diarrea. Sus compañeros franceses han ido cayendo uno tras otro. No pueden decir lo mismo en Uludere. "Pero que conste que fuimos los que más tiempo aguantamos sanos", puntualiza Ricard, que sobrelleva. una cruz particular con su irresistible atractivo para las pulgas.

En el fondo, las pequeñas dolenclas son algo anecdótico. El centacto directo con el sufrimiento de los refugiados deja una amargura que se ahoga en la actividad frenética.

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