El padre Molinos
El primer café -un capuchino- que tomé con José María Rodero fue en BiIbao, en el mes de septiembre de 1956. Rodero era entonces el padre Molinos, la arrebatada y jesuítica criatura -aunque el arrebato y la casuística parezcan incompatibles- de La herida luminosa, la obra circunstancial y un pelo cínica de mi padre -el "drama católico" estaba de moda- que Rivelles paseaba triunfalmente en su habitual gira norteña, después del exitazo cosechado en la bombonera del Lara madrileño.Yo era entonces un aprendiz de diplomático -y en aprendiz me quedé- que hacía sus pinitos en la Universídad de Deusto. Rodero era, para mí, el Ignacio de En la ardiente oscuridad, el drama de Buero que había vi Sto en Madrid, en el María Guerrero, todavía de pantalón corto. En cambio, Rodero se empeñaba en ser el padre Molinos de La herida luminosa, que los diplomáticos en agraz de la ignaciana institución bilbaína llamábamos cariñosamente, y no tan cariñosamente, La pupa luminosa."Soy Max..."
El empecinamiento de Rodero en ser el padre Molinos es algo que no comprendí hasta más tarde, bastante más tarde. Fue en Valladolid, durante los ensayos de Luces de bohemia, la producción del Centro Dramático Nacional dirigida por Pasqual. Rodero -actor difícil: ensayar con él era un calvario- y yo tomábamos de nuevo el café y, de pronto, le dije: "Estarás contento: has dejado de ser definitivamente el padre Molinos para convertirte en Max Estrella; ya no me darás más la lata con tu pequeña gloria jesuítica". Y Rodero, nervioso y arisco, me respondió: "Soy Max, fui el David de El concierto de San Ovidio, fui Calígula..., pero sigo siendo el padre Molinos. En realidad, no sé lo que soy, pero me vi grande, creciéndome, íaleado, con aquel padre Molinos. Entonces era joven". Y añadió: "¿Acaso la juventud es una mentira, como el teatro?".
Claro que sí. Pero él no lo supo o no lo quiso salber nunca. En Sitges, hará unos pocos años, Rodero se despedía de los escenarios con El veneno del teatro, del valencianc, Sirera. Terminada la función pedimos el que creíamos el penúltimo o el antepenúltimo café. "Empecé tomando un café con el padre Molinos y termino tomando un café con el gran Rodero", le dije. "No", respondió, siempre airado, Rodero; "empezastetomando un café con el padre Molinos y terminas tomándolo con un actor". Era cierto; jamás fue otra cosa, y lo fue de manera ejemplar. Hoy, Max Estrella, Ignacio, Calígula, el padre Molinos..., José María Rodero brilla definitivamente con luz propia, en el firmamento del teatro español de este siglo.
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