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Libertad de acatamiento

Enrique Gil Calvo

Una serie de cuestiones problemáticas, corno el aborto, el desacato, las drogas o la insumisión, están poniendo en tela de juicio las bases de nuestra justicia. Mucho tiempo después de haber fomalizado la transición, y tras un prolongado mandato de la vigente mayoría parlamentaria, todavía continúa pendiente la civilización del servicio militar y del derecho penal. A este último respecto, como sostiene Bianchi, el objetivo debiera ser que el derecho penal se despenalice y se aproxime al modelo de derecho civil. Sin ánimo de meterse en camisa de once varas, parece conveniente recordar, partiendo de autores como Savater, Escohotado y Lamo de Espinosa, tres principios a los que debería acogerse el derecho real, a fin de modernizarse y democratizarse.Primero, sólo debe penalizarse la acusación de daños físicos y reales, objetivamente cuantificables, y nunca la supuesta provocación de daños imaginarios, sólo subjetivamente perceptibles. En particular, todos los "delitos sin víctimas", como el desacato o el escándalo público, deben ser despenalizados. Es cierto que las fronteras no están siempre claras, pues entre la calumnia (daño real) y la crítica (daño imaginario) puede no haber más que un paso. Pero en el terreno de los principios la distinción es inequivoca. La libertad de expresión exige despenalizar todos los delitos de opinión, incapaces de causar víctimas. Lo cual incluye desde luego el supuesto desacato a las instituciones públicas. Es preciso señalar que mucho mayor desacato habría cometido el episcopado al atacar al Parlamento y a la soberanía. popular que el ginecólogo al criticar a unos jueces o fiscales. Pero ninguno de ambos desacatos es penalizable, pues su expresión no causa daños ni víctimas reales. Como advierte Escohotado, la "lesa majestad" es literalmente inestimable, al no poder calcularse la cuantía de la herida infligida, con respecto a la cual poder estimar la pena proporcional.

En segundo lugar, en la causación objetiva de daños reales hay que distinguir entre los propios y los ajenos. Como insiste Lamo de Espinosa, el derecho moderno debe reconocer y respetar el derecho de autoperjudicarse. Sólo se puede perseguir penalmente a quien cause daños a los demás, pero nunca a quien se los cause a sí mismo, haciendo uso de una inalienable libertad personal. Lo cual exige, por ejemplo, despenalizar el consumo voluntario de cualesquiera sustancias tóxicas, por autodestructivas que sean: y tanto el consumo privado como el realizado en público que no modifica el daño real causado y sólo añade supuestos daños imaginarios del tipo de la obscenidad o el escándalo público. Sin víctimas ajenas no hay delito.

Por último, y en tercer lugar, hay que distinguir entre la necesaria prohibición de causar daños ajenos y la imposible prescripción de cumplir actos obligatorios. En principio, en una sociedad moderna, que ya no es una sociedad de estamentos o de familias, sino una sociedad de individuos, basada en el libre albedrío de la autodeterminación personal, no resulta posible exigir penalmente el cumplimiento de ninguna obligación. Por el contraruo, la ley debe proteger la libertad de acción, impidiendo que esa libertad quede coartada o sujeta a cualquier obligación externa que no sea voluntariamente aceptada. La única excepción de este principio es la provisión de los bienes públicos (empezando por el propio Estado), que debe ser obligatoriamente costeada por todos los ciudadanos. Es decir, si se puede exigir penalmente el pagar mpuestos (aunque se sea consejero de alguna comunidad autónoma), pero no se puede exigir penalmente el ser funcionario ni servidor obligatorio del Estado. De este principio se deriva, naturalmente, la desaparición del servicio militar obligatorio, ese antijurídico residuo premoderno.

El derecho penal no debe ser utilizado para imponer una obligación personal (excepción hecha de la provisión, que no la prestación, de los bienes públicos). Y esto no es sólo una inconveniencia normativa, sino además una imposibilidad real y un absurdo lógico: el comportamiento libre no puede ser obligatorio. Al menos así sucede con toda aquella clase de actos (especialmente los expresivos y no tanto los instrumentales, según observa Lamo de Espinosa) que sólo pueden surgir de la libre iniciativa personal: como son el heroísmo, el patriotismo, la solidaridad, el altruismo o, como apunta Savater, la maternidad. El amor a la patria y el respeto por la justicia, como el respeto por los padres y el amor a los hijos, es algo que nunca puede obtenerse por decreto. Por el contrario, o surge libre y voluntariamente o no surge en absoluto más que como ficticio simulacro mercenario, si es que resulta impuesto coactivamente o sobornado. Pues todas estas conductas que exigen sincero compromiso y propia elección no pueden ser acatadas más que libre y voluntariamente. De ahí que su desacato nunca deba ser perseguido por la justicia penal.

¿Se puede acatar coactivamente la propia maternidad, si es que se produce por azar inintencionadamente? Parece claro que resulta imposible ser madre a la fuerza y por decreto. Al menos, si entendemos ser madre en sentido moderno y civilizado (lo que incluye la educación sentimental de los hijos, además de su crianza responsable), y no en el meramente biológico de parir crías impersonalmente. Antaño, cuando el emparejamiento se producía por interés familiar y no por libre elección personal, se suponía que el amor podía surgir tras habituarse a su imposición coactiva. Pero en la moderna sociedad del libre albedrío sólo el odio puede surgir de las obligaciones personales impuestas por la fuerza.

Por tanto, no parece que quepa descartar la plena juridicidad de una ley de plazos para el aborto. Es cierto que toda interrupción voluntaria del embarazo supone un daño real y objetivo que se inflige al feto: no es, pues, un asunto de libertad de conciencia, como se afirma erróneamente. Pero el feto no es un ajeno sujeto de derechos, sino un bien propio de la madre, jurídicamente protegible. ¿Quién es el sujeto titular de ese bien? Si es sólo un bien privado, entonces es la madre (y en mucha menor medida el padre, del que ya no depende el feto para su sobrevivencia) quien tiene derecho a causarse daños propios y autoperjudicarse renunciando a él. Pero si además es un bien público, entonces el Estado debe subvencionarlo, financiando a quien quiera hacerse cargo libre y voluntariamente de él adoptándolo como madre responsable. Y aquí es donde la contradicción se produce. En tanto que bien público, si la madre no desea tener el hijo, el Estado no puede obligarle: sólo buscarle otra madre sustitutoria que se ofrezca para hacerse cargo de él. Pero en tanto que bien privado, propio de la madre a la que pertenece, el Estado no puede obligar a ésta a que lo ceda y enajene. En consecuencia, la responsabilidad última de decidir corresponde a la embarazada, po ser la única capaz de acatar libre y personalmente su propia matemidad.

es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense.

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