Pretexto del método
LA DIFUSIÓN por la cadena SER de sendas conversaciones telefónicas del secretario de organización del PSOE con dos personas de su confianza ha dado lugar a otros tantos debates de interés para la sociedad española: el primero, subsidiario, afecta. al método con el que fueron obtenidas las cintas de las conversaciones; el segundo, central, se refiere al contenido de la información, esto es, al estado actual de las diferencias entre el Gobierno y el partido que lo sostiene, después de casi una década de plena identificación entre ambos.La polémica sobre el método remite a la relación, potencialmente conflictiva, entre el derecho a la intimidad, por una parte, y a la información, por otra. Se trata de un debate bastante frecuente en las sociedades democráticas, especialmente en la última década. La experiencia de anteriores discusiones indica que se trata de un asunto arduo, resistente a las simplificaciones. Pues, contra lo que pretenden algunos moralistas de ocasión, aficionados a las respuestas rotundas, siempre que hay conflicto entre dos derechos resulta difícil dilucidar dónde están los límites -jurídicos, pero también morales- entre ambos y cuál es la frontera que en cada caso separa el uso del abuso.
Sobre el aspecto jurídico de la cuesti5n tendrán ocasión de pronunciarse los jueces, dado que existe una denuncia. Sobre el aspecto ético, la discusión está abierta. Este periódico ha adelantado su opinión y la reitera. Pensamos que lo inmoral hubiera sido secuestrar al público aquello de lo que la radio en cuestión había tenido conocimiento; que esa ocultación, en nombre de cualquier consideración imaginable, hubiera resultado de más difícil justificación que la publicación de las grabaciones, una vez verificada su autenticidad y garantizado que no incidía en asuntos privados de las personas. Ésa es nuestra opinión, aunque admitimos que puede haber otras no menos respetables. Entendemos que democracia es transparencia, y que esa transparencia debe aplicarse también a los medios de comunicación y sus métodos de trabajo. No conocemos el origen de la información de la SER, que esta cadena debe reservarse según la, Constitución, que, al consagrar el secreto profesional, le reconoce el derecho, pero también el deber, de mantenerlo. Aunque no es ése el elemento decisivo en la discusión; lo decisivo es que la SER dio un tratamiento profesional y riguroso al material de que disponía, a la luz de los siguientes elementos:
-Las cintas se obtuvieron poco antes de ser emitidas, y los medios para su consecución fueron totalmente ortodoxos.
-Sólo se emitieron tras una investigación exhaustiva sobre su autenticidad y la forma en que se lograron, y una vez que fueron eliminados los elementos que afectaban a la intimidad de las personas.
-La decisión de su emisión fue adoptada exclusivamente por los criterios periodísticos de la dirección de la SER.
-No existen otras cintas cuya emisión haya sido reservada por la cadena o para emitir posteriormente, puesto que no existe ninguna campaña política, sino unos criterios rigurosamente profesionales, aunque puedan no resultar del gusto de los protagonistas.
El contenido
Dicho esto, el indudable interés de la discusión sobre el método no podrá sustituir al no menos necesario sobre el contenido. Algunas de las personas interesadas -interesadas en cambiar de conversación, como mínimo- han fingido ignorar lo que las grabaciones revelaban con el argumento de que, tratándose de conversaciones privadas, carecían de significación política. Es justamente lo contrario: su condición de pláticas no destinadas al público es lo que las hace reveladoras, como demuestra la atención con la que las ha seguido la sociedad; su interés político deriva del hecho de que, al quedar excluida la posibilidad de simulación, desvelan lo que se pretendía mantener oculto. Tampoco es válido el argumento de quienes, admitiendo la dimensión política de lo revelado, niegan su interés por considerar que eran cosas sabidas que nada añaden al conocimiento de los ciudadanos.Es cierto que algunas intervenciones recientes de Benegas permitían sospechar que el verdadero destinatario de sus arremetidas era, por persona interpuesta, el presidente del Gobierno. Mucho de desafío tenía, por ejemplo, su imperioso emplazamiento a Felipe González instándole a salir del burladero para testificar a su favor (y por ende, contra Solchaga) en relación a lo discutido por la ejecutiva socialista sobre el plan de vivienda.
Pero tras la difusión de las cintas la sospecha ha pasado a certeza. De ellas se desprende lo siguiente: que el conflicto potencial entre el Gobierno y el partido que lo sostiene -habitual en todo régimen democrático- se ha convertido en abierta desconfianza de parte del aparato dirigente del partido respecto a quien es su líder público. Nada tendría de particular esa desconfianza a no ser por algunas características singulares del sistema de poder socialista en España que explican el interés por evitar que tal situación trascendiera.
Ningún político ignora -y los integrados en el aparato menos que nadie- que de la buena imagen pública del líder dependen las expectativas electorales del partido. Y puesto que esa buena imagen se asocia a su independencia personal respecto a intereses particulares o de grupo, cualquier presión o cuestionamiento de la autonomía del líder habrá de mantenerse fuera del conocimiento de la opinión pública. Pero el líder sabe que su autonomía no puede ser ilimitada: si se separase excesivamente de las ideas, sentimientos, tradiciones e intereses dominantes en el partido, el aparato podría retirarle la confianza. Esa relación de mutua dependencia determina un inestable equilibrio.
Pocas dudas puede haber hoy de que la salida de Alfonso Guerra del Gobierno ha supuesto el inicio de la ruptura de ese equilibrio. Si los socialistas han sido capaces de atravesar sin graves quebrantos internos una década de vertiginosos cambios ideológicos y Políticos, ello se ha debido a dos factores. Primero, a que han estado en el poder, lo cual facilita acuerdos para ignorar las contradicciones o aplazar su discusión. Segundo, a que Alfonso Guerra, número dos del partido, ha venido avalando sistemáticamente ante el colectivo socialista -apenas 200.000 militantes, frente a ocho o diez millones de votantes- tales cambios. Rota la asociación, ese aval deja de ser automático: González debe revalidar cada día, con sus decisiones, la confianza de] aparato (y a través de él, la de] partido). Y si las contradicciones -sean ideológicas o simplemente de poder- no son ya ignoradas o aplazadas es porque, pese a que el PSOE sigue gobernando, la salida de Guerra del Ejecutivo ha sido Interiorizada por sus fieles como una expulsión a las tinieblas exteriores.
Ello explica las reticencias y los recelos. Si Alfonso Guerra se sintió ofendido porque no se le reservó su escaño en el Congreso el día de la visita del presidente Patricio Aylwin, ¿cómo extrañarse de que el siguiente en la jerarquía, José María Benegas, interprete como una desautorización personal las precisiones técnicas del ministro de Hacienda sobre el plan de vivienda? Y una vez en marcha el proceso, ¿por qué detenerse en el ministro y no extender el resquemor hacia quien lo mantuvo en el puesto tras destituir a su principal rival?
La difusión de las conversaciones de Benegas no ha creado una realidad nueva sino dado carta de naturaleza pública a algo que ya existía tras la cortina. De paso, esa difusión ha servido para desvelar algo que aquí nos limitamos a apuntar: que los hábitos, expresiones, relaciones, filias y fobias de algunos dirigentes socialistas tienen poco que ver con la imagen que de sí mismos cultivan.
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