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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El cuento de la abuelita

La hoguera de las vanidades

Director: Brian de Palma. Guión: Michael Cristopher, según la novela de Tom Wolfe. Música: Dave Grusin. Producción: EE UU, 1990. Intérpretes: Tom Hanks, Melanle Griffith, Bruce Willis, Morgan Freeman, Kim Catrall, F. Murray Abrahams, Saul Rubinek. Estreno en Madrid: cines Royal, Velázquez, Parquesur, Palacio de la Música, Novedades, Aluche, Pleyel y Cartago.

Hay películas que engañan con astucia sobre sus reales intenciones. Otras, en cambio, muestran sus cartas desde el comienzo. Y hay que convenir que La hoguera de las vanidades juega limpio desde el primer instante, desde esa larga secuencia inicial resuelta de una sola tacada que muestra a un Bruce Willis ganador. No, no cabe duda: la apuesta es por la exagerada trivialización. Contrapicados abismales, travellings de 360 grados o la inclusión de una insidiosa voz en off que narra el filme serán los recursos para contar la portentosa historia del yuppy Sherman McCoy.Pero, en este caso, no engañar no presupone contar bien, ni penetrar en el meollo de una novela que contiene no pocos escollos, uno de los cuales es, sin lugar a dudas, el confundir la superficie con el fondo y dejarse llevar por unos personajes a los cuales Tom Wolfe sacude sin contemplaciones, pero después de darles ocasión de mostrarse en toda su estupidez. Las densas, apretadas páginas de la novela, auténtica obra maestra de la descripción moral despiadada del centro del poder contemporáneo, se convierten por obra y gracia de Brian de Palma en un digest de consumo rápido.

Lectura

La película se inicia con una lectura personal del libro: cuando en la última secuencia, el largo flash back que es el Filme quede por completo desvelado para el espectador, se comprende que ese Willis periodista no es otro que el propio Wolfe, saboreando las mieles de un triunfo tan trabajado como pírrico. Pero este guiño, ese entramado de feroces intereses personales, económicos y de grupos que es la materia prima de la novela, se convierte en una especie de tonta nadería, un ejército de zombies gesticulantes, caricaturas que mueven más al aburrimiento que a la sana y just¡ficada ira.

De Palma, otrora autor de películas estimables y personales, hoy no puede dejar de sucumbir a las necesidades de vender, de congraciarse con la industria después del batacazo de su aventura vietnamita. Esto ayuda a entender tal vez el elenco de protagonistas, tan desafortunadamente elegido. Pero lo que resulta ya intolerable es el final, el pasteleo que le permite camuflar el trágico destino de McCoy mediante un juicio tramposo. El juez Morgan Freeman disertando sobre "hay que aprender a valorar lo que nos decía nuestra abuelita sobre la decencia" no es más que la grotesca declaración de impotencia de un cineasta incapaz de sobreponerse a la dura, absurda ley del Final feliz y la gratificación inmediata.

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