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"Vivimos como animales"

El peligro de epidemias acecha en el campo de Istkveren, en la frontera turco-iraquí

Juan Jesús Aznárez

Sentada en el ribazo pedregoso de un camino que transitan kurdos enfermos o desesperados, una madre joven y triste sostiene entre sus brazos a la hija de meses que se le muere. Tiene la niña el color cerúleo de los moribundos, los pómulos afilados y la boca permanentemente abierta de quien se va a ir en un suspiro. Huele a mierda y a muerte en el campo de refugiados de Istkveren, donde el calor del mediodía fermenta las deposiciones humanas y los restos de los animales sacrificados días atrás.

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En los charcos pútridos de una cuadra donde viven 100.000 personas asoman las orejas el tifus, el cólera y las cabezas de aquellas cabras y ovejas que fueron degolladas por un pueblo perseguido y hambriento.Los helicópteros estadounidenses continúan arrojando víveres sobre las zonas más inaccesibles de este campo de refugiados coronado por los picachos nevados que separan Turquía de Irak y en los que se observan con prismáticos más campamentos de kurdos que se mueven corno almas en pena En Istkveren se concentra el mayor número de kurdos de toda la región y en este campamento se registra una mortalidad diaria de 15 personas, principalmente niños y ancianos.

Ahora hay más tiendas d campaña y el frío no mata tanto como hace dos semanas. Son las diarreas y el peligro de epidemias las principales calamidades de esta ciudad de andrajos en la que cada día más de 500 personas acuden a uno de los dispensarios para atajar infecciones. "Vivimos como animales", dice Zuzan al Sindy profesora de inglés en Irak antes de la guerra del golfo Pérsico.

Drama humano

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El drama humano se repite a lo largo de una vereda abierta por las apisonadoras que desde el valle de Uludere se abre paso hasta las alturas de las monta más fronterizas: un anciano de 70 años carga con otro de 80 a sus espaldas; una mujer embarazada de ocho meses, hecha un lamento, camina varios kilómetros en busca de alivio; un enfermo vomita a distancia.

Por esta ruta que circulan los camiones de suministro y vigila el Ejército de Ankara seis camilleros civiles transportan a una enferma que parece agonizar. Nada inusual. Como en otras agrupaciones de refugiados, comen más los que más jóvenes y más fuertes son, y un ciego con cuatro hijos, ninguno mayor de seis años, poco puede hacer si no se le ayuda.

Las raciones aumentan y las condiciones de vida han mejorado un poco en Istkveren, pero el agua potable y la comida no son suficientes. En esta situación límite que tardará en superarse, los kurdos se pelean por el pan o el agua embotellada. Actúa entonces con varas el servicio de orden establecido por la propia comunidad perseguida, y en algunas zonas estos guardianes son identificados con un brazalete naranja fosforescente. Cuando el tumulto es grande, y en ocasiones sin serlo, golpean con palos a quienes intentan subir a los camiones para conseguir comida o hurtan alimentos en los almacenes.

Madam Bagdal, un músico que dejó el violonchelo por el garrote, subraya que a veces es necesario utilizar la fuerza. "Hay familias en las que no hay ningún hombre. Si no evitamos excesos para que cada uno se lleve lo suyo, no habrá para todos". La distribución continúa siendo mala y el reparto adolece de equidad y orden.

El campamento de Istkveren es todavía un basurero de excrementos, ropas sucias abandonadas y bolsas y botellas vacías que tapizan peñascos y barrizales secos. En ellos se levantan cada día más tiendas de plástico o de lona cedidas por Gobiernos u organismos internacionales. "A nosotros todavía no nos han dado nada", afirma una familia de siete miembros.

Los habitantes de esta ciudad paupérrima, que conservan la hospitalidad del hombre e invitan los que tienen aportes de harina, vagan por un entorno de varios kilómetros sin otra cosa que hacer que asegurar la subsistencia y reflexionar sobre la propia desgracia. Los pocos árboles que quedaban están siendo talados para utilizarlos como leña en las fogatas que les calientan durante noches que han llegado a alcanzar los 20 grados bajo cero.

Una flotilla de 30 camiones traslada diariamente a 3.000 refugiados kurdos hasta las instalaciones de Habur, a tres horas y media de camino. La operación continuará hasta llegar al 30% de los 100.000 refugiados. El resto será trasladado a los campos que se levantarán en el interior de Irak. Quienes, sucios y desharrapados, se amontonan en las laderas y barrancos de Uludere apenas si confían en un futuro más prometedor que el que les aguarda en el campo de Habur.

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