Corporalidad
Este sacrificio difícilmente admite dobles lecturas. Está la sangre como elemento de realidad inmediata y física que impide toda metafísica. El pensamiento necesita símbolos, instrumentos con los que asir la realidad sin tocarla, sin permitir que penetren en la mente su caos y su desorden. Pero aquí, en el óvalo de la plaza sólo hay un hombre y una bestia: una reglamentación de la lucha y un arte de la muerte. Y sangre. Que brota espesa, que se coagula sobre el lomo, que cae ya cuajada sobre el albero. Sangre de la bestia sacrificada, y a veces también la frágil sangre del hombre.Todo el ambíente que rodea a esta fiesta sacrificial está contaminado por la inmediatez no intelectuafizable de lo que en el ruedo sucede. La atmósfera de las calles Arfe, Antonia Díaz, Adriano, está cargada de verdad en las tardes de corrida. Los tipos que se ven en los bares próximos a la Maestranza, apurando cafés y coñacs, son auténticos. Los visitantes ocasionales relucen en su inautenticidad como si fueran infieles infiltrados en la masa devota que gira en torno a la Piedra Negra de la Meca.
Los intelectuales corren la misma suerte. Sus roles interpretativos o reflexivos son aquí un lujo. Sus piruetas meritales son ahora -en este momerto de verdad y certeza- gratuitas. La cultura que aquí se expresa borra toda sofisticada elucubración con la elementalidad roja y profunda de la sangre. O son frívolos dedicados a la repesca de lo que antes despreciaron, o están cargados de una angustia que proyectan en la lucha entre el hombre y la bestia; viendo, en vez de lo que tienen ante los ojos, las obsesiones que se agitan . tras ellos.
No hay lugar en la plaza para el pensamiento abstracto, que tanto aleja de la vida física, que tantos cuerpos encierra en cárceles de palabras. Sólo para la visión sabia del aficionado y el hacer del torero. Tal vez por eso, en este siglo en el que el pensar ha ido contra el vivir, los intelectuales se hayan interesado tanto por los toros, ávidos de corporalidad, secretamente envidiosos de la esencial hombría del torero, de su valor desarmante, de su saber estar día a día frente a la muerte.
Sobre todo -y contemplándolo desde su íntima escisión- fascinados por la restitución de un equÍlibrio perdido, mediante el cual una mente ágil y un cuerpo entrenado se convierten en una sola cosa. Puede que el interés de los intelectuales españoles hacia el toreo tenga la misma raíz desesperada que la de los escritores americanos de la novela negra hacia los boxeadores.
Decía Chesterton, quejándose de la mojigatería intelectual de sus companeros católicos, que al entrar en las iglesias había que quitarse el sombrero, pero no la cabeza. A la plaza, tal vez habría que acudir dejando en la entrada el sombrero con la cabeza dentro, para ser sólo corazón y estómago.
Babelia
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