La excepción chilena
"Por primera vez en nuestra historia, a los empresarios no nos preocupa quién ganará la próxima elección", dijo José Antonio Guzmán, presidente de la Confederación de Federaciones y Asociaciones Gremiales de Chile, "porque, sea quien sea el ganador, sabemos que no vendrá a cambiarnos las reglas del juego".Durante una semana, en Santiago y en el sur del país, escuchando de la mañana a la noche a políticos del Gobierno y de la oposición, a periodistas, escritores, empresarios, profesionales, estudiantes y artistas, sólo oí frases que, como aquélla, traslucían una tranquila confianza de las gentes en el futuro de Chile. Ni siquiera los últimos alarmantes brotes de terrorismo o el aumento de la delincuencia urbana parecían alterarla. Y los más severos críticos del Gobierno con los que conversé, como el economista José Piñera, se limitaban a deplorar que hubiera amainado el ritmo de las privatizaciones o las enmiendas hechas a las reformas laborales que introdujo el régimen militar, sin poner en duda que en los años venideros continuaría el progreso de Chile.
Este optimismo está justificado, La economía chilena creció en 1990 por séptimo año consecutivo, pese a un drástico ajuste a que se vio obligado el Gobierno de Aylwin para conjurar una amenaza de inflación. Esta, en lo que va de año, se ha mantenido a un promedio del 0,4% mensual, de manera que parece contenida. Y todos los otros indicadores son tan promisorios que el despunte chileno, en relación con los demás países latinoamericanos, irá seguramente ampliándose en el futuro inmediato. Las exportaciones llegaron el año pasado a la cifra récord de casi 8.500 millones de dólares; las inversiones extranjeras directas fueron en los últimos 12 meses de 1.132 millones de dólares, y el Gobierno calcula que hasta 1995 se elevarán a unos 14.000 millones. Las reservas internacionales raspan ahora los 6.000 millones. La diversificación de la economía se acrecienta. El cobre representa ahora sólo el 40% de las exportaciones., y oí al presidente Aylwin asegurar que al término de su mandato este porcentaje se habrá reducido al 25%. El desempleo ha seguido disminuyendo hasta ser el más bajo del continente: apenas un 5% (un millón de nuevos empleos fueron creados por el sector privado desde que empezaron las privatizaciones). La moneda chilena es la más sólida de la región, y la balanza comercial arroja año tras año saldos largamente positivos.Esto no significa el paraíso desde luego, pero sí una estabilidad y un dinamismo económicos que no tienen parangón en América Latina. Es cierto que desde una perspectiva europea hay todavía en Chile mucha pobreza y que el principio básico de la justicia social -la igualdad de oportunidades en el mercado productivo- está todavía lejos de lograrse. Pero también es cierto que basta pasear por las limpias calles santiaguinas, visitar los puertos y las fábricas, averiguar cómo funcionan los servicios públicos, descubrir las cuotas mínimas de corrupción que reinan en ellos, leer los diarios o ver la televisión, para saber, sin necesidad de estadísticas, que Chile se va pareciendo cada día más a España o a Australia y cada día menos a Perú o a Haití.
Es preciso recordar que Chile ha seguido pagando puntualmente todos estos años su deuda externa, la que desde que comenzaron a operar los mecanismos de reconversión se ha reducido en unos 11.000 millones de dólares. No es de extrañar, pues, que los papeles de la deuda chilena se coticen al 85% de su valor, en tanto que los de la mexicana lo hacen al 58%, y los de la peruana, al 4%.
Pero no son las cifras, por halagüeñas que luzcan, las que indican que Chile será, sin duda, el primer país latinoamericano en salir del subdesarrollo y alcanzar los niveles de vida de una nación moderna. Es el cambio de cultura política experimentado por la sociedad chilena lo que permite aventurar dicho pronóstico. Porque las ideas de la libertad económica del mercado competitivo, de la apertura al mundo, de la empresa privada corno motor del progreso, han calado en el pueblo chileno hasta impregna profundamente a Partidos políticos, sindicatos, medios de opinión e incluso -¡milagro, milagro!- a buen número de intelectuales. El colectivismo y el esteticismo parecen haberse esfumado del panorama ideológico chileno y, al igual que en el mundo desarrollado, quedar confinados en grupos excéntricos, a los que su orfandad vuelve, eso sí, cada di,¡ más violen tos (el reciente asesinato del senador de la UDI Jaime Guzmán, por ejemplo, es una escalada cualitativa del terror de izquierda).
Esta evolución cultural no precedió, sino siguió a las reformas económicas liberales que se llevaron a cabo durante la dictadura de Pinochet. Fue porque estas reformas trajeron a Chile un notable desarrollo -al tiempo que el resto del continente se hundía en lo que ahora se llama la década perdida- por lo que los chilenos han hecho suyas esas ideas. Y el Gobierno democrático de Aylwin -una coalición en la que conviven demócratas, socialistas y comunistas- las ha convalidado, manteniendo, con muy leves retoques, el modelo económico del régimen anterior.
Es este consenso nacional sobre las reglas del juego de la vida económica y social lo que hace de Chile un caso aparte. Nada hay que se le asemeje en el contexto latinoamericano, ni siquiera en México, donde el Gobierno de Gortari intenta seguir el ejemplo chileno, o en Bolivia, donde durante el Gobierno de Paz Estenssoro se hizo un gran esfuerzo de liberalización económica, pues en ambos países el populismo tiene aún fuerte arraigo en el pueblo y en la clase política.
A muchos cuesta reconocer que bajo una dictadura brutalmente represiva se hizo una reforma económica de extraordinarlos alcances. Piensan que hacerlo significa justificar de algún modo los crímenes, las torturas, las prisiones y todos los horrendos abusos cometidos por el régimen militar entre 1973 y 1990. Y prefieren, por eso, jugar al avestruz, negando la evidencia.
Esta es una equivocación tan grande como deducir del caso chileno que una dictadura militar es el único camino para llevar a cabo una revolución liberal en un país del Tercer Mundo. Es preferible encarar la verdad, guste o disguste a nuestras convicciones. Y ver cómo éstas pueden congeniar con aquélla.
Lo ocurrido en Chile en política económica fue una excepción. Todas las otras dictaduras castrenses de la historia latinoamericana han hecho crecer el
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La excepción chilena
Viene de la página anteriorsector público y el intervencionismo estatal en vez de reducirlos, con el famoso argumento -emblema del subdesarrollo- de las industrias estratégicas y del Estado fuerte (que ellas confunden con Estado grande, pese a que América Latina muestra de manera rotunda que ambas cosas son irreconciliables). Todas ellas han practicado el nacionalismo económico, la planificación, el centralismo, e inflado las burocracias hasta la elefantiasis. Nada hay menos proclive a la filosofía liberal básica del Estado pequeño, el laissez-faire y la descentralización del poder, que una mentalidad castrense latinoamericana (el militar, no lo olvidemos, es un burócrata con entorchados y espadín).Pero aun así, si se diera el caso inusitado de esa rara avis, el dictador dispuesto a adelgazar el Estado, transferir a la sociedad civil el protagonismo económico y abrir las fronteras a la competencia internacional, lo probable sería el fracaso de esas políticas. Porque una reforma de esta índole exige, al principio, unos sacrificios enormes que un pueblo sólo es capaz de afrontar si tiene el convencimiento de que únicamente de este modo saldrá de la pobreza y de la servidumbre. Si se le imponen a la fuerza, con palo y con sangre, su resistencia y hostilidad frustrarán esas reformas, como ha ocurrido con todos los tímidos intentos de apertura económica emprendidos en el pasado por algunos regímenes autoritarios centro y suramericanos.
La reforma económica que ha traído prosperidad a Chile no justifica los crímenes de Pinochet, como no justifica el régimen de Franco el desarrollo que España alcanzó en los sesenta y setenta. Pero que esta reforma se hiciera bajo una dictadura tampoco la invalida. Cabe deplorar que ella se hiciera en esas condiciones de autoritarismo y represión, y hay que desmentir la falacia de que éstas le sean imprescindibles. Y sobre todo, recordar que la libertad es indivisible, Pucs si ella sólo reina en una de sus caras -la política o la económica-, el progreso resultante es siempre cojo, tuerto y con pies de barro. No fue durante Pinochet, sino ahora, con Aylwin, cuando esas reformas han alcanzado la permanencia y solidez que sólo un régimen democrático, con medios de expresión libres y derecho de crítica garantizado, puede conferirles. Y también la posibilidad de ser perfeccionadas y enmendadas gracias al debate político.
La lección de Chile es muy sencilla. No es una lección en contra de la libertad política, sino a favor de la libertad económica como el indispensable complemento de aquélla si se quiere que, a la vez que tolerancia, pluralismo, respeto a los derechos humanos, haya también trabajo, crecimiento económico, oportunidades, desarrollo, modernidad. Para ello es preciso que el mandato popular preceda y no siga a la adopción de aquellas políticas. Un mandato que resulte de la persuasión y del voto. Entonces, como ha sucedido en todas las sociedades desarrolladas de Occidente, el progreso vendrá, con sacrificios, sí, pero sin el intolerable acompañamiento de las torturas, los desaparecidos y los exiliados.
, 1991.Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas, reservados a Diano EL PAÍS, SA, 1991.
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