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Tribuna
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En lugar de una palinodia

Un buen amigo me pregunta en qué planeta vivo para inferir de la dimisión del vicepresidente que el peligro de guerra hubiera dejado de ser inminente. Lo que más le maravilla es el peregrino argumento, que da prueba cabal de mi perspicacia en el conocimiento de las personas y de las situaciones, de que un hombre honrado no podía crear dificultades añadidas al Gobierno de su patria en un momento tan crítico, y un hombre en la cúspide del poder tendría acceso a una información privilegiada.Por más vueltas que le da al asunto no puede imaginar cómo haya podido escapárseme "la catadura moral de un político que no supo dimitir a tiempo y ha aprovechado el inicio de una guerra para tratar de escabullirse en el último minuto". Me alecciona con un tratado completo de los distintos tipos que se lucran de las guerras, "aves carroñeras, que hacen su avío con las desgracias de los otros", expresión que, como suele ocurrirle, cae en un patetismo para mi gusto excesivo.

Un tanto provocador, casi con un desplante, me pide que le explique la paradoja de que salir del Gobierno por la puerta trasera -no importa lo cuidadosa que haya podido ser la escenificación- implique para el derrotado mayor poder e influencia, hasta el punto de que haya llegado a afirmar -y esto sí que le parece el colmo de la ingenuidad y del despiste político- que, "después de dejar bien claro en el último congreso quién controla el cotarro, podríamos tener el primer Gobierno guerrista". "Sí"', me dice con sorna, "Guerra, como el Cid, va a ganar las batallas después de muerto".

Una vez advertido de que cada vez más gente en España estaría al cabo de la calle -me sirve de excusa el residir en el extranjero-, me explica con todo detalle, como si fuese el último mohicano, que el actual vicesecretarlo general nunca habría tenido un poder propio, y mucho menos carácter y voluntad para defender una posición, sea el marxismo, el antiotanismo o el prougetisrno, más allá del límite en que, de no haber sido iluminado de repente, hubiera tenido que dimitir. "La demagogia de Guerra cumple en el nuevo régimen el papel que en el anterior cumplió la de Girón, legitimar al jefe entre los sectores más incultos de la población". "Guerra ha sido siempre un perro fiel, con un poder delegado, y continuará siéndolo hasta que ya ni para esto sirva, y entonces su destino será el de su ilustre antecesor, los negocios inmobiliarios". Presumo que cuando los errores son tan garrafales como los que me reprocha mi amigo de poco vale hacer distingos o dar explicaciones, sino que se reconocen y basta. Tal vez lo único que podría alegar en mi favor es que algunos lectores inteligentes -quiero pensar que mi interlocutor no haya sido el unico- habrían percibido por lo menos que podría ser verdad lo contrario de lo que decía.

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No piense el lector que voy a intentar escaparme con un recurso tan fácil, y, una vez convicto y confeso, sugerir la impresión de que todo iba con segundas. He reflexionado largo, dispuesto a reconocer públicamente mis errores, pero al final no he logrado disipar algunas dudas, hasta tal punto me sobrecogen las implicaciones que tendría el que fuera yo el equivocado.

Que Guerra habría sido víctima de una campaña perfectamente orquestada es doctrina oficial del partido que gobierna España, de la que, según mis noticias, todavía no se ha retractado. El 9 de marzo de 1990, en este mismo periódico, me hacía eco de esta posición oficial, para la que "los bulos que corren han sido montados con precisión de laboratorio por aquellos que no se conforman con haber perdido las elecciones por tercera vez. En boca de Juan Guerra el argumento adquiere la mayor credibilidad: se trata de la mejor campaña de publicidad organizada contra el socialismo'". Concluía este artículo diciendo que "lo terrible, no sólo para el PSOE, sino para España, es que el dilema verdadero que supone aceptar este tipo de discurso, tan emotivo como irracional, es que el que lo asume se revela un atrasado mental o un canalla".

José Acosta no sólo lo ha asumido plenamente, sino que me retó en público a que le dijera si le consideraba dentro de la primera o de la segunda categoría, y en verdad -tengo que confesar que todavía no he sido capaz de contestarle, tan grande es mi perplejidad a la hora de incluirlo en uno u otro grupo; en su caso quiza el dilema no sea tan excluyente.

El 4 de noviembre del año pasado leí en la prensa un resumen de una entrevista radiofónica del todavía vicepresidente de Gobierno, en la que ratificaba la doctrina oficial de que se trataba de una campaña de calumnias que, con un gran hermetismo, puso en conexión con operaciones "extrañas, irregulares, subterráneas", "auténtica obsesión" de "unos miserables" y de unos "descerebrados". Una campaña organizada por innominados, pero con tal inmenso poder que habrían logrado poner en las cuerdas al Gobierno. Antes "la conjura tenía nombres", y el Gobierno sabía muy bien qué hacer con los conjurados. Por desgracia, la democracia deja indefensos a los gobernantes honrados, no sólo ante las campañas de los "miserables", sino incluso ante las decisiones de los jueces, que llegan a descubrir "indicios de delito" allí donde todo un partido, cerrando Filas como una piña, no ha visto más que una campaña de "miserables y descerebrados".

Pues bien, con estos antecedentes, en el 32º Congreso del PSOE, Alfonso Guerra ha sido reelegido vicesecretario general con el ciento por ciento de los votos y sin que ni una sola voz pidiera responsabilidades políticas -las penales pertenecen a otras competencias- por haber prestado un despacho oficial a un particular que lo ha utilizado para hacer negocios privados.

Pensar que es inconcebible que continúe de vicesecretario general, no importa de qué partido, una persona que en su conducta la justicia llega a descubrir indicios de delito" no cabe después de que el partido se ha explayado clara y democráticamente en un congreso; pues, (de pedir alguna dimisión, habría que incluir la de todos los que le votaron a sabiendas de lo ocurrido, y, evidentemente, una demanda tan desmesurada, que llevaría a la desestabilización del régimen, carece de sentido.

Se han llevado las cosas a tal extremo que el Gobierno y la oposición, los de derecha y los de izquierda, hasta la justicia, que también ha de medir las

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