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Prisionero de Irak

Relato de uno de los 40 periodistas occidentales capturados por los soldados de Sadam Husein

El sargento Maruan baja del coche disparando la metralleta, pero apunta hacia el falso costado. Los rebeldes shiíes estaban detrás de un edificio, a la izquierda de la calle. El sargento Daja, el conductor de nuestro Mercedes, un vehículo robado en Kuwait y lleno de agujeros de bala, gritaba desesperado. Pero Maruan seguía disparando hacia cualquier parte.Para cada uno de los seis periodistas extranjeros, emboscados por una columna de la Guardia Republicana en una pequeña ciudad en las márgenes del río Éufrates, el martes pasado, la única opción era tirarse al suelo mojado por la lluvia y sucio de barro. Los soldados iraquíes parecían aún más asustados que nosotros, un grupo de reporteros de Estados Unidos, España, Uruguay y Brasil, hechos prisioneros por los militares el sábado anterior.

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El convoy retrocedió en completa confusión aunque protegido por dos tanques T-72, artillería pesada, cañones antiaéreos y gran cantidad de munición y soldados. Durante horas, mientras seguía la lluvia y el fuerte viento, los iraquíes no sabían qué hacer. No había ningún mando superior reconocible, aunque el convoy pertenecía al Estado Mayor de las unidades de la Guardia Republicana, encargadas de la represión de la revuelta musulmana en Basora.

Cuando salimos de la ciudad de Kuwait y nos dirigíamos hacia la frontera con Irak en un vehículo alquilado en Arabia Saudí no sabíamos prácticamente nada de la revuelta popular contra el régimen de Sadam Husein. En el último puesto de control norteamericano los marines nos dijeron que siguiéramos. Nos dimos cuenta de que estábamos en territorio iraquí al ver camiones llenos de soldados de rostro cansado, expresión de desánimo, mal vestidos, hambrientos y muchos de ellos desarmados.

Poco antes de llegar a Basora fuimos detenidos por iraquíes armados. Era difícil tacharlos de militares; más bien se trataba de una banda interesada por su propia supervivencia, a la cual aparentemente mucho podríamos ayudar: nos robaron el coche, los equipos fotográficos, los objetos personales como radios y grabadoras, el dinero e incluso las fotografías de nuestros familiares. Mientras nos mantenían confinados en una pequeña caravana, los soldados iraquíes, encabezados por un coronel, se distribuían el botín.

Fueron momentos de mucho peligro, ya que posteriormente nos percatamos de que no sabían qué hacer con nosotros. Nos escondían cuando militares de otras unidades iraquíes visitaban el punto donde nos mantenían prisioneros, una especie de base militar con cuatro casas miserables, algunos refugios antiaéreos mal construidos y unas protecciones primitivas de arena. Sin embargo, los iraquíes, después de comer las raciones estadounidenses que teníamos, compartían sus pocos alimentos e incluso se negaban a comer antes de que nosotros lo hiciéramos.

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Al tercer día pensábamos seriamente en tratar de escapar. Era la mañana del lunes, y para nuestra sorpresa vimos que uno de los oficiales, un capitán, aparecía ante nuestra caravana con un coche muy nuevo, que acababa de confiscar a dos periodistas estadounidenses. Aparentemente, decidieron entregarnos a autoridades superiores.

Traslado a Basora

Nos llevaron por la dantesca y apocalíptica Basora hacia el campus de la universidad local, donde los generales de la Guardia Republicana habían instalado su centro de mando. Lo que los norteamericanos no habían destruido todavía lo hacen ahora los iraquíes leales al Gobierno central, en Basora. La ciudad es taba cercada por carros de combate y transportes blindados de personal. La artillería iraquí bombardeaba el centro con piezas pesadas y lanzadoras múltiples de cohetes.La población civil, cansada de la guerra, seguía buscando algo que comer. Una anciana vestida de negro trataba de darle agua a su niña de un charco de lluvia. También los soldados iraquíes parecían de alguna manera afectados por aquel paisaje de miseria, destrucción y desesperación. Su expresión era de profundo cansancio. Mientras algunos blindados disparaban, otros soldados se sentaban a su costado, junto a una pequeña fogata, y trataban de asar una gallina que acababan de robar.

Los oficiales que nos interrogaron, tres coroneles, nos decían que el fuego de artillería era apenas "entrenamiento". No era cuestión de estar discutiendo con aquellos señores, que, aunque cínicos, se comportaban con nosotros de manera correcta y se decían muy preocupados por nuestra seguridad personal. Sin que nosotros o ellos mismos lo supieran, en aquel momentos otros 34 periodistas eran mantenidos prisioneros a poca distancia de allí, en otro edificio de la Universidad de Basora.

Al día siguiente, martes, el tiempo era frío, llovía y el viento traía sobre la ciudad la impresionante cortina negra de humo de los incendios de los pozos de petróleo de Kuwait. La artillería seguía fuerte cuando nuestro convoy trató de cruzar por un puente improvisado el majestuoso río Eufrates.

"No hay ningún problema", decía el sargento Maruan, el militar iraquí encargado de nuestra seguridad personal, mientras caían los primeros disparos shiíes en la emboscada de la tarde de aquel día. Hacía más de 24 horas que no teníamos nada para comer o beber, y lo mismo sucedía a los soldados iraquíes. El ejército de Sadam Husein es una fuerza armada que vive literalmente del medio que la circunda. Mientras los vehículos pasaban por las callejuelas, los soldados pedían pan y agua a la intimidada población.

Los guardias republicanos que nos custodiaban parecían más interesados en preservar intacta su propia piel. y volver de regreso a sus casas que en captu rar a los pocos rebeldes shiíe que les cerraban el paso. El T-72 avanzó algunos metros por la noche húmeda y negra hizo dos terribles disparos y mientras un vehículo intentaba avanzar por la carretera, se oían las metralletas de los shiíes.

Al día siguiente los iraquíes decidieron que era muy arriesga do seguir transportando a periodistas en aquellas condiciones Nos llevaron a otra base: militar al norte de Basora, y ahí estuvimos bajo la custodia de una tropa disciplinada, profesional bien estructurada e incluso crítica hacia Sadam Husein 31 su política. Retratados por los norte americanos como guerreros de élite, los guardias republicanos son en realidad gente que tuvo educación secundaria, y por ese motivo sirven en unidades especiales y reciben una paga mejor.

Entre nuestros captores había un profesor de geografía, un abogado, un médico con formación en el Reino Unido, un empleado de una oficina. Estaban bajo el mando de un oficial veterano que hablaba ruso, por haber pasado dos años en una academia militar soviética en Alma Ata. Eran cordiales, muy atentos, y les encantaba discutir de política y de problemas sociales con nosotros.

"¿Por qué nos han tratado ustedes simplemente como objetivos militares y no como seres humanos?", le preguntó un médico en buen inglés al compañero del New York Times que formaba parte de nuestro grupo. "Lo que ustedes periodistas tienen que considerar ahora no es el resultado de la guerra, sino lo que pasa por las cabezas de las personas", añadió. Lo que pasa por las cabezas de los iraquíes, incluso las de la famosa Guardia Republicana, es sobre todo un gran cansancio de la guerra y de Sadam Husein. Muchos soldados nos hablaban, con lo que nos parecía ser mucha convicción, de la necesidad de un presidente fuerte. Lo que nos llamó más la atención fueron las repetidas declaraciones de los oficiales, incluso delante de sus subordinados, de que es necesario un cambio urgente de política y de Gobierno en Irak. "Necesitamos una nueva oportunidad, necesitamos otra vez, espero que ahora sea distinto", nos decía un oficial iraquí.

Un país destruido

Nuestro temor a que las cosas pudieran empeorar cuando nos entregaran a la policía secreta se confirmaron al llegar a Bagdad, transportados en helicópteros desde el sur del país. Fue un vuelo espectacular, en un día de sol limpísimo, que nos permitió mirar desde no muy alto el grado de destrucción en ciudades, instalaciones militares y puentes.El sur de Irak está virtualmente aislado del resto del país. Los iraquíes reabastecieron sus helicópteros, un modelo norteamericano pintado de blanco con las letras de las Naciones Unidas, en una de sus modernas bases aéreas en el suroeste que estaba totalmente destruida por ataques que parecían no haber fallado un solo blanco.

Sólo al llegar a Bagdad nos dimos cuenta que había decenas de otros periodistas detenidos. Uno de los compañeros franceses tenía su radio de onda corta y nos decía que las principales emisoras internacionales daban cuenta de nuestra desaparición. Para nuestra gran preocupación, los iraquíes no decían nada sobre nuestra presencia en Bagdad, aunque la Cruz Roja ya preguntara por nosotros.

Custodiados por individuos armados con metralletas y confinados cada uno en una habitación de un hotel de Bagdad, teníamos la fuerte impresión de que Sadam utilizaría la carta de los rehenes periodistas en algún tipo de negociación.

Cuando recuperamos la confianza en que nada grave nos iba a suceder, en la tarde del viernes Radio Bagdad reconoció que el Gobierno iraquí tenía en su poder a nuestro grupo. Los guardias relajaron su vigilancia e incluso cocinaron una comida típica iraquí de despedida. Fuimos los últimos periodistas del mundo en dejar Bagdad, una ciudad casi muerta. En la mañana tibia del sábado, mientras esperábamos el momento de partir, un padre jugaba con su bebé. Ambos miraban, tranquilos y casi melancólicos los destrozos del puente de la República surgido de manera grotesca del agua marrón del Tigris.

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