Hablemos de otra cosa
El día que acabó la guerra llovía en Madrid, de modo que eso facilitó las cosas. Las catástrofes prolongadas convierten las grandes ciudades en lugares sordos en los que se habla siempre de la misma calamidad. De vez en cuando nieva o hiela, o se escapa el gas de la cocina, y entonces la gente halla otro tema de conversación con el que andar por los pasillos. Madrid fue durante los últimos 45 días la parte de acá de la batalla, y tan presente se hizo este desastre que cubrió por entero la conversación urbana. Ahora tenemos que hablar de otras cosas, y para empezar no estuvo nada mal que lloviera aquella mañana del 28 de febrero, el último día del mes más terrible de nuestra generación.Ahora es sábado y Madrid vive la resaca de aquel tiempo de sangre como si hubiera pasado un siglo, porque todo el mundo se ordena la mente para habitarla de otras obsesiones. Las ciudades son como la gente, y Madrid en concreto es una ciudad como todo el mundo, con su recuerdo bien dispuesto para organizar el olvido. En ese sentido las ciudades grandes resultan despiadadas: en los pueblos pequeños la desgracia dura mucho tiempo como espacio de conversación, y la tertulia se atenúa sólo cuando surge otra catástrofe lo suficientemente grande como para anular a la anterior.
En Madrid siempre se ha hablado mucho, y en voz alta. Se habla en los supermercados, en las cafeterías, en la consulta del médico y en los taxis, de modo que cuando no se habla o se habla en voz baja esta ciudad pierde la naturaleza que le ha dado el ruido. Madrid sin ruido sería Londres, o Estocolmo, y esa circunstancia sería inaceptable para sus ciudadanos, vecinos de cualquier parte que aquí hallan un sonido común que no es de nadie.
Para acrecentar esa propensión urbana a hablar incansablemente, Madrid se ha hecho ahora aún más conversadora. La declaración del fin de la guerra -"La guerra ha terminado", cuánto hace que no se escribía ese titular en un periódico- ha coincidido en la ciudad con la implantación de un servicio cuyos inconvenientes están en sus propias virtudes: ahora se puede hablar por teléfono desde el taxi. Es muy caro, digámoslo enseguida, y resultaría más barato pedirle al conductor que detuviera su vehículo junto a una cabina practicable, pero ofrece la posibilidad al ciudadano común de asemejarse a los ejecutivos que resuelven por teléfono desde su coche los asuntos perentorios y las citas pospuestas.
60 vías de escape
Sesenta taxis tienen ya ese servicio. Los conductores lo ofrecen ahora como un tema más de conversación, de modo que ahí hay otra incitación a la charlatanería peripatética y madrileña. Antes los taxistas maldecían al vecino, despotricaban en voz baja contra el usuario de viajes cortos o echaban del taxi al que les llevaba la contraria. Ahora, con Europa puesta junto al taxímetro, ofrecen este artilugio de la comunicación como una vía de escape para la verborrea. Pero el teléfono no ha anulado en los taxis los otros medios de escucha obligatoria: la conversación telefónica, pues, puede coincidir con el ruido de la radio, con el sonido insistente de la emisora, y en algunos casos con la conversación ininteligible que el conductor, que es radioaficionado, mantiene con un colega que le espera y que le envía muchos cu erre equis.Así que el taxi se ha convertido en un símbolo central de esta ciudad parlanchina, en el escenario principal del ruido, en un monumento a la palabra inacabable. Cuando el usuario se habitúe, ya despachará sus asuntos en el taxi, recibirá los recados familiares a través de la taxista favorita y se organizarán tertulias interminables que luego hay que pagar, cuando baje la bandera. Serán distintas las conversaciones, de acuerdo con. la duración de los recorridos, y éstos obligaran a cortar las charlas con la misma velocidad con que se detiene el taxímetro.
Madrid ha celebrado el fin de la guerra venciendo la perplejidad del silencio. Para empezar, llovió, y la gente tuvo otras cosas que decirse desde el. teléfono innumerable en que han convertido esta ciudad de gritos.
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