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Una guerra injusta

Cada cual es responsable de sus acciones. Sadam Husein, de la invasión brutal y arbitraria de Kuwait. Y la alianza multinacional, inducida por EE UU, es responsable del camino elegido para reaccionar ante aquella violación del derecho internacional. Éste podría haber sido el de tina respuesta civilizada, medida y compartida. Lamentablemente no ha sido así. Se ha replicado a Irak en su mismo terreno, con métodos de arrasadora violencia, y el resultado es la guerra.Esto significa decretar para los ciudadanos del país enemigo tina pena de muerte generalizada e indiscriminada. Se acepta como coste asumible la pérdida de decenas o centenares de miles de vidas inocentes. Pues inocentes no sólo son los civiles sacrificados, sino también los soldados, jóvenes a los que se ordena matar y a los que se impone el riesgo de morir. Estas sentencias de muerte son asimismo injustas y desproporcionadas para propios y adversarios, pues ningún combatiente es merecedor de pena tan cruel. La guerra implica una suspensión. del derecho fundamental de las personas: el derecho a vivir, que adquiere en el enfrentamiento bélico un valor subordinado. La guerra moderna además altera la relación moral entre medios y fines. Anima a utilizar medios de destrucción humana y ambiental, letales y terroríficos, que se juzgan justificados en razón del fin de imponer el justo derecho. Pero además responder con la guerra en la crisis desatada por Irak debe ser considerado como una irresponsabilidad política, debido a lo imprevisible del desenlace. La acción ordenada por EE UU significa encender o al menos activar el fuego de una mecha en un polvorín, a la vez que imagina -en virtud de supuestas habilidades mágicas- que la explosión va a ser controlada. El material explosivo en la. zona lo componen el arraigado antioccidentalismo árabe, el contencioso árabe-israelí -con la cuestión palestina sangrando y los territorios ocupados por Israel-, el macabro laberinto de Líbano y el propagado fundamentalismo- musulmán.

A la vez, la iniciativa de guerra de EE UU ha dejado malparada y en crisis a las Naciones Unidas. Su incapacidad de detener las armas es una prueba de su grave fracaso. Esta organización había sido ideada por sus fundadores con el objetivo sustancial de resolver los conflictos y crisis regionales por medios pacíficos; su propósito era evitar nuevas guerras. Lejos de aquellas intenciones se encuentra el que pudiera servir para diseñar o legitimar los procesos bélicos. El símbolo de este fiasco se ha podido visualizar en la respetada figura de su secretario general, angustiado y derrumbado psíquicamente después de su último y vano intento de evitar lo que ya nadie quería eludir. Y sin embargo, paradójicamente, finalizada la guerra fría, se daban las condiciones óptimas para que las Naciones Unidas desempeñaran su papel de solventar pacíficamente crisis como la provocada por la invasión de Kuwait. Era por fin posible en la época actual producir consensos internacionales contra el agresor, sin oposiciones ni vetos insuperables; por primera vez en la historia se realiza un embargo económico eficaz -aun cuando con efectos perversos, como la penuria alimenticia, aumento de la mortalidad infantil, carencia de medicamentos, en la población iraquí-, y el aislamiento del régimen de Sadam era creciente, casi absoluto. Parecía que las Naciones Unidas podían ser la garantía de un nuevo orden más justo, revestida de plena autoridad moral. No es el impuesto por la guerra el marco adecuado para las relaciones internacionales, al que tenía derecho el mundo, una vez disuelto en la práctica el Pacto de Varsovia.

Si hace años un bloqueo de similares características y resultados hubiera sido decretado, por ejemplo, contra Israel o Suráfrica, podemos vaticinar sin duda que la causa palestina en un caso y la de los ciudadanos negros en otro hoy se encontrarían en condiciones más favorables.

La clave del porqué de la incierta guerra que unos practican y otros rechazamos no se encuentra sólo en el objetivo justo de restablecer el derecho violado por Irak, sino en la hibris de la primera y ahora única gran potencia militar, impaciente e intolerante por hacer cumplir a ese país sus condiciones y mandatos. Su reconocimiento universal como poder coactivo, al que siempre hay que someterse, exige gestos y acciones terribles, que buscan extender su dominio y no sólo reinstaurar el derecho. En su discurso a la nación anunciando el comienzo de las operaciones militares de EE UU, Bush se permitió afirmar que "el mundo no podía esperar más". Quien se arroga el privilegio de hablar en nombre de todos denota una ambición desmedida, un protagonismo irrefrenable y un desprecio antidemocrático por quienes sí estaban dispuestos a esperar. Sin embargo, era preferible la paz, que merecía muchas más oportunidades. Por todas estas razones se puede hablar cabalmente de una guerra injusta. No porque no sea justo el fin de restablecer la soberanía no democrática de los gobernantes de Kuwait -y, por tanto, nunca ejercitada por el pueblo de ese país-, sino porque no es justo el precio múltiple, incierto y trágico que se está dispuesto a hacer pagar por ello.

En las sociedades democráticas ya hemos comenzado a padecer los efectos nocivos de la militarización de las ideas. Nada hay más resquebrajante de la conciencia democrática acerca de los derechos humanos que los estados de guerra. La tolerancia, el respeto a todas las ideas, cede a criterios jerárquicos y a la simplificación que impone el esquema amigo-enemigo. Ya se ha escuchado en el Parlamento español que en esta guerra o se está con Sadam o con Bush. Es un aviso de lo que espera a los pacifistas, disidentes con las posiciones de sus Gobiernos. La libertad de información ha dejado ya paso a la dictadura de la censura, guiada no por la verdad, sino por los criterios de propiciar el éxito militar. Y sin embargo, si en algún momento los pueblos tienen más derecho que nunca a ser bien informados, es en época de guerra donde los ciudadanos tienen que decidir sobre sus apoyos a acciones que afectan a la vida y a la muerte, propia y ajena. Los objetores de conciencia -cuando el ejercicio de la objeción tiene su principal razón de ser- se ven presionados en contra de sus derechos. La xenofobia se acentúa hoy en la generalización de los prejuicios contra los árabes, cuyos territorios son origen del conflicto.

Se disimulan o callan los crímenes de los aliados y se caricaturizan los males del adversario. Los mensajes, a través de los medios de masas, se degradan en propaganda. Sadam ha pasado de ser el ángel exterminador de Occidente contra el fundamentalismo iraní al Satán paranoico que hay que destruir. Ahora se nos recuerda su agresión a los kurdos, la utilización del gas como arma -suministrado por los europeos-, los muertos en la guerra con Irán. Antes carecimos de eco las organizaciones de derechos humanos que habíamos denunciado tales hechos. Ahora, en cambio, con nueva hipocresía se silencian, porque conviene a la guerra, las matanzas de propios ciudadanos en decenas de miles, decretadas por el nuevo aliado sirio, Hafez el Asad, o la horrible aniquilación de kurdos practicada por los Gobiernos sirio y turco. Israel se convierte en un modelo de responsabilidad Internacional y se olvidan las más de 1.000 ejecuciones extrajudiciales de palestinos realizadas desde hace tres años por sus tropas.

El Gobierno español nos ha ido implicando gradualmente en el enfrentamiento. Las grandes proporciones del actual apoyo logístico de carácter directamente militar nos han alineado ya de hecho en un bando de la guerra y amenazan con introducirnos en ella de bruces. Ha aceptado, como en gran parte de los países europeos, el papel subordinado, sin iniciativas positivas, atendiendo a los intereses de EE UU como si fueran propios. Los Gobiernos de la Comunidad Europea, hipnotizados como el conejo por la serpiente, han ido observando paralizados, en actitud obediente, el despliegue militar norteamericano en la zona, y sus propuestas en el Consejo de Seguridad que -ahora ya sabemos- llevaban inexorablemente a la guerra.

Ante la pérdida de la sensatez de los gobernantes, sólo una creciente responsabilidad de la sociedad civil puede hacer reversible el camino emprendido, reclamando el cese inmediato de las armas y del protagonismo de sus ejércitos, y haciendo recapacitar sobre la necesidad imperiosa de reintroducir exclusivamente los procedimientos diplomáticos y de coacción civilizados, racionales y razonables, con el fin de obligar a Irak a respetar el derecho.

es presidente de la Asociación Pro Derechos Humanos de España. Firman este artículo también miembros de la junta directiva de esta asociación.

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