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"Espero encontrar un Padre misericordioso"

El ex 'papa negro' español aguardaba la muerte con serenidad

Juan Arias

El padre Arrupe tenía 66 años cuando, al hablar de la muerte en una entrevista que este corresponsal le hizo para la cadena de televisión RAI, afirmó que no sólo no la temía, sino que la esperaba con alegría, porque estaba seguro de encontrarse en el más allá con "un Padre misericordioso". No sabía entonces que le esperaban aún 17 años de vida, de los cuales 10 los pasó en Roma soportando una dura enfermedad, que el ex general de los jesuitas vivió en un ejemplar silencio religioso, hasta el punto de que pocos recordaban incluso que seguía aún vivo.

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No sé si en estos últimos día Arrupe mantenía aún su lucidez De cualquier modo, no deja de ser significativo que haya expirado mientras en el mundo retumban los cañones de la guerra y se vuelve a hablar de bombas químicas y atómicas. Y eso, porque el ex general de la Compañía es taba en Hiroshima cuando estalló la primera bomba atómica de la historia. El era médico y estuvo operando a los heridos, "cortando a veces la carne de las heridas con unas tijeras de coser" afirmó en una entrevista.Aquella experiencia, confió cambió su vida. "Tras haber visto con mis ojos y tocado aquel día tanto horror y tanto dolor ya todo en la vida", aseguró, "me pareció insignificante y sublime al mismo tiempo".

Ciudadano del mundo

De ahí que añadiese: "Me acusan de no ser español, de ser vasco. Pero le aseguro que yo me siento todo y nada: me siento sobre todo ciudadano del mundo". En su austero despacho tenía colocada una gran fotografía de la tierra vista desde el espacio para recordarse a sí mismo, decía, "que en realidad somos todos hi jos y responsables de un mismo planeta", y añadía, como en voz baja: "Y para no olvidarme nunca que los problemas hay que verlos e intentar resolverlos a nivel planetario, y no sólo a través de las ventanas del Vaticano".

Arrupe destilaba serenidad. Era lo más cercano que se puede imaginar en una persona humana. Rezumaba la libertad de espíritu de quien nada tiene que perder ni perdonarse. Sonreía cuando le contábamos lo que se decía de él en España, es decir, que "un vasco había fundado la Compañía y otro vasco la estaba destruyendo".

Si sufría tenía que hacerlo muy en secreto, porque nunca lo reflejó en su rostro terso. Unos le acusaban de ser demasiado progre, y otros, de ser en el fondo un profundo conservador porque hablaba de Dios como si desayunara con él cada mañana.

Se levantaba al alba. Su ventana y la del Papa, que distaban pocos cientos de metros, eran las primeras que se Iluminaban cada mañana en aquellos parajes vaticanos. Ambos, el papa blanco y el papa negro, celebraban, solos, en su capilla privada, la misa antes del amanecer. Y fue aquella ventana del papa blanco, la mayor espina del padre Arrupe, acusado por varios pontífices de haber permitido a la Compañía de Jesús que se marxistizara. Arrupe respondía con serenidad a las acusaciones que un día recibió la Compañía. Se dijo que estaba al servicio de los ricos y más tarde, cuando empujada por el Concilio apostó por los pobres, se la acusó de venderse a Marx.

Se lo intentó explicar un día de viva voz al papa Pablo VI, quien le recordó la proverbial obediencia ignaciana, y el padre Arrupe, quien era antes que nada un hombre de profunda fe, sin pronunciar palabra, cayó a sus pies de rodillas y le pidió la bendición.

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