El holocausto de un hombre libre
No es posible improvisar el perfil de un hombre como Pedro Arrupe. Golpean en mi memoria de jesuita palabras, gestos, testimonios y experiencias personales, entre los que tengo que elegir y ordenar. Tendría que pensar en el padre, en el superior, en el nombre de Iglesia, en el líder de los derechos humanos, y detenerme largo rato en ese testimonio silencioso de su enfermedad soportada durante casi una década.Este vizcaíno reproduce históneamente el perfil del propio Ignacio de Loyola. "Vi a Dios tan cerca de los que sufren", confiesa en sus memorias, "de los que lloran, de los que naufragan en esta vida de desamparo, que se encendió en mí el deseo ardiente de imitarle en esa voluntaria proximidad a los desechos del mundo que la sociedad desprecia".
"Estar disponible" y "formar hombres para los dernás" podrían ser las dos caras de su expenencia religiosa originaria. Para estar disponible hay que ser libre. Disponer de sí mismo sin condiciones es indispensable para servir a los demás. Liberarse de sí mismo y de los otros, para ponerse a disposición de Dios en el servicio a los hombres. "Tocamos aquí", decía a los jesuitas, "el corazón de nuestra identidad y de lo que debe especificar nuestra existencia como seguidores de Jesús, el disponible. Solamente con esta disponibilidad radical puede uno afirmar y vivir también su cualidad de enviado, que asegura de modo permanente la unidad de la persona y su identidad apostólica en cada momento. Con toda razón, pues, la espiritualidad de Ignacio y de la Compañía gira en torno a este objetivo central: lograr este hombre disponible, verdadero hombre nuevo". La dedicación a Dios en los hombres es la suprema razón de nuestra liberación interior.
Justicia y fe
En Valencia (agosto, 1973), dirigiéndose al congreso de antiguos alumnos, justificaba así la tarea de los colegios: "Nuestra meta y objetivo educativo es formar hombres que no vivan para sí, sino para Dios y para su Cristo; para Aquel que por nosotros murió y resucitó; hombres para los demás, es decir, que no conciban el amor de Dios sin el amor al hombre: un amor eficaz que tiene como primer postulado la justicia y que es la única garantía de que nuestro amor a Dios no es una farsa, o incluso un ropaje farisaico que oculte nuestro egoísino".
La Congregación General es el órgano supremo de gobierno de la Compañía. La XXXI y la XXXII, que él presidió, se han hecho famosas por el compromiso en la promoción de la Justicia. La relación integral entre justicia y fe y la persuasión de que hay muchos oprimidos por la injusticia que tienen puesta su esperanza en la Iglesia, distingue hoy a los jesuitas y desconcierta a los que preferirían tenerlos más sumisos y ordenados. Las intervenciones en los sínodos en que participó el padre Arrupe demostraron hasta qué punto era un hombre poseído por la libertad del espíritu.
El hombre disponible, al ser elegido general, planteó ya la posibilidad de que su cargo no fuera vitalicio, aun modificando la regla fundamental de la orden. Quince años más tarde, el 18 de abril de 1980, Arrupe comunica a Juan Pablo II su deseo de renunciar al cargo de superior general. El Papa piensa que no es oportuno. Su disponibilidad le llevaría un año más tarde al holocausto. El 7 de agosto de 1981 sufre ya en Roma una trombosis cerebral. El 5 de octubre el Papa le comunica el nombramiento de un delegado pontificio que le sustituiría. Arrupe acepta y recomienda a todos los jesuitas que acepten la disposición de Juan Pablo II, a pesar de que se privaba al cuerpo de la Compañía del derecho a elegir el sucesor. Sus decisiones más enérgicas de gobierno se producían cuando tenía que imponer el respeto a la Santa Sede.
La enfermedad le convirtió en el ser más disponible. El peregrino de la libertad, el hombre que corrió todos los continentes y conocía todas las iglesias del mundo, inició, con su silencio, su testimonio más elocuente. Nueve años y seis meses de callada oración y de obediencia suprema. La Compañía ha recuperado en Pedro Arrupe el espíritu original de aquel otro "vizcaíno de nación", Ignacio de Loyola. El que vivió el. holocausto de Hiroshima y se desvivió en la mayor catástrofe de la historia, vivió paso a paso su propio holocausto.
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