Maestro de ironía
Fui a conocerle, hace casi 25 años, a su despacho de Bryn Mawr College. Me pareció, entonces, demasiado serio, sin ganas de entretenerse en diálogos inútiles. Un catalán que iba al grano y no estaba dispuesto a perder el tiempo. Fue sólo una primera impresión, totalmente equivocada, pues más allá de la apariencia grave y semidistante, Ferrater sabía tener amigos de verdad y conservarlos.Los españoles le debemos a Ferrater; sobre todo, dos cosas: que se fuera de este país cuando aquí había muy poco que hacer, y que se mantuviera presente entre nosotros a pesar de la lejanía. "A veces hay que ser infiel con uno mismo para no serlo con la propia época y el mundo", había dicho para explicar su huida. Se fue definitivamente, pero no fue un exiliado nostálgico. La carrera filosófica la hizo en América casi íntegramente, pero aquí no dejó de ser leído. Desde el Diccionario de filosofía hasta esa filosofía "integracionista" que se inventó, sus libros nos han acompañado siempre. Mucho antes que los actuales posmodernos, fue un ecléctico en el mejor sentido de la palabra.
Por afinidad filosófica y por amistad, me considero bastante fiel a Ferrater Mora. Hice su semblanza intelectual cuando le nombramos doctor honoris causa en la Universidad Autónoma de Barcelona. He reseñado muchos de sus libros. Sin duda, me ha enseñado cantidad de cosas. Pero, sobre todo, ha sido un maestro de ironía.
Sabia distancia
Esa aparente seriedad que me sorprendió cuando le vi por primera vez, y que parecía no encajar con su estilo literario, no era sino el cultivo de una sabia e irónica distancia que dejaba sitio al humor. Por si acaso, y con muy buen sentido, Ferrater reconocía la realidad, pero sin servirla, sabía poner freno a la entrega y al entusiasmo hasta tanto no hubiera comprobado que la causa merecía ser acatada. Supo hacer suya esa primera lección socrática, la ironía, que consiste -dijo él mismo- en "creer sólo a medias", en dar "un rodeo" para "tapar los constantes boquetes que se producen en la vida humana". Uno de esos boquetes fue el tener que salir de España y ver cómo se le pasaba el tiempo de volver. Otro boquete, un cáncer que arrastró toda su vida sin que nadie lo notara.
Sin duda esta actitud irónica le llevó, en los últimos años, a descreer de la propia filosofía y a ensayar otros géneros más distendidos. Cuidaba y corregía las reediciones de sus libros, pero no tenía ganas de subirse a los nuevos carros del pensamiento. Daba a entender que la filosofía ya no podía enseñarle gran cosa, que prefería divertirse escribiendo novelas y cuentos. Le gustaba saberse leído y querido. En realidad, sólo pedía el justo homenaje a su esfuerzo por permanecer aquí estando fuera, el reconocimiento de no haber vivido en vano.
Babelia
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