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Lejos del frente

Antonio Muñoz Molina

En retaguardia, los días siguen siendo tranquilos y el sol del invierno da a las cosas una cristalina nitidez casi hiriente que vigoriza el ánimo como una sonata para clave de Mozart. A diferencia de otras guerras anteriores, o simultáneas, pero desconocidas, esta de ahora, ha tenido algún efecto pasajero y muy débil sobre la vida común: en el supermercado, el primer día, una mujer arañaba a otra disputándole a_gritos el último cartón de huevos que quedaba en un anaquel. Gritaba que ella sabía lo que iba a ocurrir, que se acordaba del hambre que pasó en otra retaguardia de hace medio siglo. Motores de helicópteros sobresaltan a veces el frío azul de las mañanas pero se pierden enseguida, y en cualquier caso no hay peligro porque pertenecen a una modesta base aérea que queda muy lejos de los itinerarios de la guerra. En retaguardia cuando suenan las sirenas e porque un coche de la policía quiere librarse del atasco del tráfico, o porque alguien en el vecindario tienen muy alto el volumen del televisor donde se ven imágenes nocturnas de una ciudad más bien plana y remota sobre la que fosforecen los relámpagos de los bombardeos. Los periódicos se agotan un poco antes en el quiosco del barrio, y los ancianos y los gandules que conversan al sol con las manos en los bolsillos aluden con desgana a vagas operaciones militares cuyo rasgo más evidente es la irrealidad. En la barra de un bar, dos amigos abrumados por el estupor y la rabia hablan del precio de ese misil infalible al que llaman patriota y descubren en las páginas de economía de un diario las ganancias exactas de los señores del petróleo en los últimos meses: 16 billones de pesetas. La camarera que les estaba sirviendo los cafés, una señorita habitualmente callada, les arrebata de pronto el periódico y señala con el dedo índice una fotografía de Sadam Husein: "Lo que hay que hacer es machacarlos a todos", dice, con un súbito ademán de ira, y ahora su cara conocida parece la de otra mujer a la que hubiera envejecido el odio.En la retaguardia, los días son tan plácidos que basta un mínimo empeño de la voluntad para que la guerra no exista: puede no encenderse la televisión o elegir un canal que emita con monotonía burdos concursos o películas rancias, puede sintonizarse en la radio una emisora que ofrezca con generosidad inagotable música de Mozart o en la que un cretino con presunto acento anglosajón gruña un catálogo de superventas. En todas las guerras hay días soleados y gente que fuma y habla de fútbol o de coches en las terrazas de los bares. Ni siquiera es preciso cerrar los Ojos o confinarse en la oscuridad para sentirse a salvo del desastre. En algún lugar del mundo, ahora mismo, hay inocentes que huyen perseguidos por las sirenas y el estrépito de los bombardeos, hay caras sucias de sangre y cuerpos deshechos entre montones de ruinas. Pero eso ha sucedido siempre yno se sabía o no importaba.

Una membrana invisible cububre los oídos y los ojos, envuelve las manos con la flexible suavidad de unos guantes de goma.

En retaguardia, la razón y la difícil belleza de todas las cosas que merecen ser amadas se mantienen todavía inmutables: en la biblioteca, al alcance de la mano, siguen estando los libros que tanto nos han enseñado, los testimonios de otras vidas que mejoran y fortalecen la nuestra, los tesoros sin límite de la inteligencia, de la toleran cia, de la rebeldía y la pasión. Muy cerca de ellos se alinean los nombres de la música, y sólo son necesarios unos pocos gestos para que se repita en el espacio íntimo de la habitación el entusiasmo y la melancolía de Henry Purcell, la gran cele bración de la vida y del mundo de un concierto de Bach o de Duke Ellington, la ternura se creta y la desesperación pudo rosa de Lester Young, el júbilo de Haendel, el luto y la solemnidad de ese West end blues, de Louls Armstrong, que ahora más que nunca suena como un réquiem. En apariencia nada ha cambiado, nada nos ha sido arrebatado todavía. Las auto ridades recomiendan vigilancia y cautela: cuidado con los saboteadores, pero también con las aguas mansas y los lobos con pieles de cordero. Los justos acuden cada mañana a sus tareas y los canallas traman:sin desánimo sus maquinaciones, igual que en vísperas de la guerra, y si uno tiene la oportunidad de cobijarse en sus libros, en sus amigos y en sus discos, no le será muy difícil pensar que las generaciones y el sufrimiento de los hombres han dado algún fruto, que somos mejores porque Bach y Armstrong y Montaigne y Cervantes y Joyce existieron: quién, después de ellos, puede aceptar la maldad, quién puede rugir de alegría ante la barbarie y la muerte o declararse instrumento de la ira de Dios.

En retaguardia tiende a con siderarse a Dios como un asunto particular de cada uno, una necesidad o una hipótesis o un juego de especulaciones que también ocupan su lugar adecuado en el orden de la biblioteca. El Dios geométrico de Spinoza, el de los místicos sufies el de Juan de la Cruz conviven educadamente con el Zaratustra de Nietzsche y con las divinidades jubilosas de los mitos griegos, y la teología incrédula de Pasea¡ se concilia en el fervor de las lecturas con las perplejidades de Borges y con las negaciones fulgurantes de Cioran. Entonces se enciende el televisor y se oye nombrar a un Dios con el que ya no se contaba, porque se le creía tan abolido como la esclavitud o el feudalismo. En Jerusalén, junto al Muro de las Lamentaciones, un hirsuto rabino explica que Dios mandará las siete plagas sobre los iraquíes, como hizo una vez con los egipcios, y que mantendrá a salvo de ellas al pueblo elegido. En Bagdad, un tirano fatigado y sombrío también conoce los propósitos de Dios, que va a ayudarle, dice, a exterminar a los infieles y a los ateos. En una calle de Te] Aviv, un joven soldado que abraza con energía un fusil y lleva en la nuca un bonete litúrgico declara que Dios dará la victoria al Ejército de Israel. En Washington, el presidente de Estados Unidos entra en una Iglesia para solicitar la ayuda divina: también él considera que tiene a Dios de su parte.

A los ateos y descreídos de la retaguardia, que aún se alimentan con la savia de la ilustración, esta alianza entre la tecnología militar y las invocaciones arcaicas a la guerra santa y al pillaje los sumen directamente no en el terror, sino en el absoluto desconsuelo: descubren entonces que nunca tuvieron nada más que espejismos y palabras. Miran sus libros y les parecen ya inútiles. Examinan todas las cosas que rodean sus vidas y las saben de repente tan vulnerables y frágiles como si no estuvieran en un lugar muy alejado del frente, sino en la misma línea de fuego. Miran las caras de sus conocidos, se miran ellos mismos en los espejos, y se acuerdan de las caras de insectos que tienen los hombres cuando se cubren con mascarillas antigás y se preguntan si cualquier día no verán deformarse esos rasgos con expresiones homicidas, con aclamaciones babosas a un Dios de exterminio. Quisieran esconderse y saben que no hay refugio posible, que no hay sótanos sellados por cuyos resquicios no penetre el veneno de un desastre que ya ha sucedido, no sólo en los frentes, sino también aquí mismo, en la retaguardia, en la segura biblioteca y en la casa de siempre, en la conciencia desbaratada por el dolor y la vergüenza.

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