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Los inocentes

Antonio Muñoz Molina

El día de los Inocentes, el general Jorge Rafael Videla supo con satisfacción que podría celebrar la tradicional cena de Año Nuevo en compañía de los suyos, y el novelista Salman Rushdie lamentó melancólicamente que las autoridades iraníes no le ofrezcan clemencia no se fíen de su regreso al seno del islam. No puede decirse que al general Videla le hayan sentado mal sus breves años de prisión: sonríe a los fotógrafos a la puerta de su casa, y se le nota más envejecido, con los hombros ligeramente cargados y el pelo casi blanco, pero mantiene su gallardía de militar de paisano y viste con dandismo porteño una chaqueta cruzada y un pantalón claro y veraniego. Rushdie tiene el aire de un condenado a cadena perpetua la cara sucia de barba y pálida de insomnio. En un mundo en el que el general o ex general Videla es inocente, Salman Rushdie ha de ser sin remedio culpable. ¿No se parece a esos muertos sin sepultura cuyas fotografías muestran en la plaza de Mayo, en la devastada Buenos Aires, incansables mujeres que se cubren la cabeza con pañuelos blancos anudados bajo la barbilla y caminan en círculos con una expresión inmemorial de luto?No hay más que unas cuantas metáforas y tres o cuatro narraciones posibles, dice Borges, no hay destinos singulares: los actos, los deseos, los arrepentimientos de un hombre repiten y anticipan los avatares de otros, de modo que las mitologías arcaicas y los cuentos infantiles gozan de una secreta ,actualidad indeleble. El perseguido que nunca encontrará perdón ni refugio es cualquier hombre atenazado por la culpa y ese gánster herido que huye en automóvil hacia las soledades de una sierra donde lo sitiará la policía o hacia una granja abandonada donde morirá creyendo que ha vuelto a su infancia. El perseguido es también, estos días, Salman Rushdíe, apóstata de sí mismo e insuficiente converso al oscurantismo imperturbable de quienes no desisten de matarlo en el nombre de Dios. El criminal celebrado e invicto, el bondadoso legislador de holocaustos que acaricia cabezas de niños y asiste a misa con recogimiento ejemplar es cualquiera de los tiranos que vienen asolando la tierra desde hace milenios; pero es sobre todo el general Videla, que, a diferencia de Rushdie, no parece estragado por la contrición o la incer ídumbre. Lo que conmemora el heroísmo escarnecido pero no doblegado de esas mujeres que seguían dando vueltas por la plaza de Mayo mientras el general celebraba su indulto es la Matanza de los Inocentes: pasean en alto sus carteles con fotografías ya anacrónicas y nombres de asesinados y desaparecidos con igual desesperación y dignidad con que una mujer lleva el cadáver de su hijo muerto por los guardias en una escena de Luces de Bohemia, y esas caras levantadas y esas bocas torcidas por el dolor las hemos visto en algunas estatuas clásicas y en el apocalipsis de Guernica pintado por Picasso; también en una fotografía de Robert Capa en una calle bombardeada de Madrid en noviembre de 1936.

Del mismo modo que usurpamos los lugares donde habitaron los muertos, manejamos las palabras y las cosas que les pertenecieron y repetimos o conmemoramos sin saberlo fragmentos de sus vídeos, y quizá por eso nos sobresalta con frecuencia la sensación de haber visto ya algo que estamos viendo por primera vez. Lo dijo Dürrenmatt unos días antes de morir: la conciencia de un solo hombre es una ola fugaz en el océano de la conciencia humana. El día de los Inocentes la policía encontró a un muchacho que estaba dormido en el interior de un coche abandonado en el arcén de una carretera, en un lugar a 30 kilómetros de Málaga. Su aspecto de árabe y sus ropas desastradas lo hacían parecer sospechoso de algo; pero era tan extremadamente joven que también parecía digno de piedad. Calzaba unas botas con las suelas deshechas y sus pies estaban lacerados de ampollas. Cuando despertó, la sorpresa y el miedo de los uniformes agrandarían sus ojos infantiles. No sabía dónde estaba ni pudo explicar quién era porque no hablaba español. Temblaba de frío en su cobijo de chatarra y casi deliraba en medio de una extrañeza agravada por la mala noche y el hambre. En una habitación caldeada le dieron de comer y luego buscaron a alguien que pudiera hablar con él en árabe. Con naturalidad, con recelo, contó al intérprete los episodios de una biografía y de un desaforado viaje que es una huida y una iniciación y que tal vez ya no continuará, porque esa clase de aventuras sólo logran su culminación en los cuentos.

En una columna marginal del periódico, tan apartada de las páginas llamativas donde venían las fotos de Videla y de Rushdle como un pasaje deshabitado y silencioso de las calles del centro, yo leí por azar el nombre de este muchacho y conocí su historia. Tiene 14 años y acaba de fugarse de un internado de Argel. Su nombre ahora es Mohamed, pero él no sabe que también se llama Telémaco, Holden Caufield, Pinocho, Oliver Twist, Thomas de Quincey, y que hay huellas de su vida en las mejores novelas y en los cuentos más antiguos, así como en los más furiosos folletines. Como un héroe adolescente, había escapado de su cautiverio con el propósito de cruzar mares y países extraños para buscar a sus padres, que, según había oído, eran artistas y vivían en París. Pero no sabe prácticamente nada más sobre ellos y ni siquiera se acuerda de sus caras, porque no los ha visto desde hace muchos años. Confusamente vislumbra imágenes de una vida anterior en la que al abrir cada mañana los ojos no veía los altos techos sombríos y las literas alineadas del dormitorio comunal, sino una de esas habitaciones de la primera infancia cuyos balcones ilumina una estática claridad solar que es la luz de ese tiempo en que el mundo era tan joven como nuestros padres. Limpia de memoria, la mirada infantil no percibe las conexiones sucesivas: presencias y ause ncias, lugares y sensaciones, irrumpen con brusquedad y se extinguen sin gradación y sin motivo, y no hay nada que no sea simultáneamente fugitivo y eterno. Ese muchacho, Mohamed, estaba con sus padres y súbitamente, como si despertara de un sueno, se veía rodeado por desconocidos que lo maltrataban. En algún registro se llevará la cuenta de los años que ha pasado en el orfelinato: para él serán tan largos como la eternidad, una extensión tan sin límites como los de esa geografía en la que decidió aventurarse hace una semana y en cuyos mapas imaginarios él situaba la latitud de una sola ciudad, rodeada como una isla de mares y de espacios en blanco, reducida a las dos sílabas de su nombre, París.

Con la resolución temeraria de los 14 años, como si inventara una de las historias de rebeldía y de huida que uno alimenta a esa edad, calculó la fuga, esperó la noche, saltó tapias erizadas de cristales rotos y se perdió por calles donde tal vez no había estado nunca. Deambuló por el puerto y sin que nadie lo viera logró esconderse en la bodega de un mercante. Afortunado, sagaz, tan invisible como Ulises bajo la nube de Atenea, abandonó el barco en el puerto de Málaga y echó a andar hacia el norte por una carretera que más tarde o más temprano terminaría en París no porque lo hubiera aprendido en un mapa, sino tal vez porque suponía que todos los puertos, los mares, los buques y las carreteras llevaban a ese único destino posible. Caminó todo el día, hambriento, infatigable, con las manos en los bolsillos, con la cabeza baja, indiferente al paisaje y a los sobresaltos del tráfico. Seguía caminando cuando ya era de noche y cuando los duros grumos de asfalto le herían los pies, y sólo se concedió una tregua cuando vio en la oscuridad aquel coche abandonado. Dormido, soñaría que aún caminaba con los ojos cerrados y que veía a lo lejos las luces de París. Al despertar ya había terminado su viaje: en vano he seguido buscando estos días su rastro por las páginas menos frecuentadas del periódico, lejos de los previsibles episodios siniestros de la Inocencia del general Videla y de la culpa de Salman Rushdle. Probablemente nunca sabré nada más de él, pero no me cuesta nada imaginarlo perdido en el destino aciago y monótono de los inocentes.

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